Cuando me levanté a la mañana siguiente, desayuné unas tostadas con café, que me supieron a gloria. ¡Ya hacía tiempo que yo no recordaba el gusto de ese tipo de desayuno…!
Salí a la calle, directo a Correos. Me indicaron dónde estaba, me identifiqué y cobré las cinco mil pesetas que me había mandado mi hija Amalia y mi yerno Enrique…
¡Imaginaos! De no tener nada a disponer de cinco mil pesetas… ¡ Yo era “capitán general”…!
Me dirigí a donde sellaban el Compostelano y daban el Diploma de haber realizado el Camino de Santiago.
La oficina estaba en una casa antigua, toda de mármol. Había que subir unas escaleras preciosas, parecidas a las que hay en palacio de La Merced, de Córdoba.
Como es lógico, en estos sitios, tienes que pedir la vez y aguardar cola. Había que hacer cola, incluso, para fotocopia de los documentos que yo llevaba.
Voy subiendo las escaleras, en la cola, muy lentamente, hasta que, por fin, entro en una especie de salón, que tenía un mostrador cuadrado, de madera. Detrás del mostrador, hay señoritas que van tomando nota y van dando los Diplomas acreditativos de la peregrinación, a todos los peregrinos…
Cuando me toca, después de dos horas de espera, me pongo muy nervioso… Yo quería contarlo todo a lmismo tiempo…
Me dice una señorita:
- Tranquilo, hombre, despacito…
- Es que traigo una carta del canónigo Deán de la Mezquita Catedral de Córdoba para el Deán de la Basílica de Santiago de Compostela…
Me abren la puerta del mostrador, paso al interior, donde estaban las señoritas. Les enseño la carta y la bolsita de tierra del Mihrab de la Mezquita de Córdoba. Me pasan a un despacho, y me siento en un sillón enorme, al lado de una mesa enorme de despacho…
Al cabo de un ratito, viene un señor, se sienta en la mesa, me mira, sonríe, y me pregunta:
- ¿Cómo ha hecho el Camino? Ya imagino los tremendos problemas que habrá tenido que solventar. Sin embargo, debe valorar los sinsabores y las alegrías que ha tenido…
Le pasé mi Compostelano para que lo leyera… Lo ojeó con interés, y mandó que le hicieran fotocopia.
La carta que yo llevaba, la juntó también con las fotocopias. Me dijo que de entre todas las etapas de todos los días, que eligiera uno…, y que se lo dijera…
Yo estaba llorando; se me caían las lágrimas. Se levantó, cogió un vaso de agua, lo llenó y me lo dio, diciéndome:
- ¡Todos los días, ¿verdad, hijo?
Yo asentí con la cabeza; no podía hablar… Él continuó:
- La bolsita de tierra, vas al sepulcro del Apóstol y tú mismo la derramas por el suelo de la tumba, ¿de acuerdo?
- Sí, señor, y muchas gracias…
- Eso no las merece… - exclamó el Sr. Deán, y, de pronto, como acordándose de algo, continuó: - Y el regreso, ¿cómo lo vas a hacer?
Yo, invadido por la emoción, apenas pude articular:
- Uno de mis yernos viene a por mí, en coche, desde Córdoba…
- Muy bien, hijo – asintió el Sr. Deán; - Si necesitas algo, no tienes más que decirlo… Ya sabes que estoy a tu disposición…
Le emoción se me desbordaba; yo no podía apenas hablar… A duras penas, logré balbucir unas palabras:
- Gracias, muchas gracias…
Me despedí del Sr. Deán de la Basílica de Santiago de Compostela, el cual, muy condescendientemente salió a despedirme hasta las escaleras, y, al llegar abajo, me volví y, con la mano, me dijo adiós.
Yo estaba muy contento; todo había salido a las mil maravillas… Me dije: “esto hay que celebrarlo”. Pasé por un restaurante, y me dije: “aquí mismo; lo voy a celebrar con una buena comida”. Entré, pedí una copa de “albariño”.
Estuve hablando con un señor, que resultó ser el dueño del restaurante y también el cocinero. Después de un rato de afable charla, el hombre me regaló un libro de recetas de cocina para guisar carnes de montería.
Comí de escándalo; la carne que me pusieron la degusté con gran apetito, porque estaba de “toma pan y moja”, riquísima…
Yo creo, que, después de tantos “problemillas”, me merecía un “homenaje” así.
Yo seguía contento, andando y pensando. Cuando quise acordar, estaba en la Basílica. Subo la escalera de la puerta principal, doy con la cabeza en la columna, pongo la mano en la mano que hay señalada en la columna… Es decir, realizo todos los requisitos que manda la tradición.
Entro en la Basílica, me siento en una banca, y saco el papel donde llevaba apuntados todos aquellos por los que tenía prometido rezar, enfermos, necesitados…
Empiezo por el primero, que era mi hermano Paco; sigo: mi sobrino Miguel, mi Mari Jóse, mi sobrino Paquito, Pepito, Marisa, Encarna, Padre Anselmo, trinitario, así hasta ventisiete. Mas de dos horas…
No me cansé. Me levanto y me voy para darle el abrazo al Apóstol. Me pongo en la cola. Había un guarda jurado poniendo orden en la cola. Me voy hacia él y le comento que llevo un saquito de tierra del Mihrab de la Mezquita Catedral de Córdoba para echarla en el sepulcro del Apóstol. Me dice el guarda que ya se lo habían comunicado y que me estaban esperando; me dijo que me fuera con él. Me colocó a su lado y me dijo:
- Cuando yo le diga, entra Ud. solo, y esparce la tierra por el suelo. Es que si no tenemos aquí vigilancia en ese sentido, muchos peregrinos traen las cenizas de sus seres queridos para esparcirlas…, y entonces, esto se convierte en un vertedero… Ahora, puede subir a darle al abrazo al Apóstol…, luego se pone a mi lado para bajar al sepulcro…
El abrazo consiste en subir una escalera de ocho peldaños, muy estrecha, hay que subirla de uno en uno, y bajarla igual.
Subo con mucho cuidado los ocho peldaños, y, cuando llego a la altura del Apóstol, abrazo la escultura que lo representa; creo que es de piedra… Bajo más despacio, por la inclinación de los peldaños. Conforme voy bajando, hay una hucha en la pared, con un letrero que dice: “limosna para el sepulcro”. Echo una moneda de cien pesetas, de una mujer que me la dio en Zamora para limosna para el Santo; echo otras cien de mi coleto…
Terminé de bajar y me coloqué al lado del guarda, como me había dicho.
Estaban entrando peregrinos a visitar el sepulcro. Yo entré solo.
El sepulcro estaba debajo de las escaleritas y consistía en una capillita muy pequeña, de unos tres metros cuadrados, con una reja de barrotes muy gruesos. Se ve, dentro de la capillita, una altar de mármol tallado…, impresionante. Tienes un reclinatorio, para arrodillarte, si quieres, de madera. Repito, aquello era impresionante.
Yo tenía la bolsita abierta. Era una bolsita común, de cuero, o de napa, como las que venden con collares de perlas cultivadas. Me habían dicho: “echas la tierra en el suelo y lego la bolsita vacía la dejas caer por allí…” Así lo hice. Me arrodillé en el reclinatorio y recé un Padre nuestro. Como estaba solo, y no entraba nadie más, recé otro Padre nuestro, y una Salve, y otro Padre nuestro… Empiezan a entrar, cuando calculó el guarda que yo ya había desparramado la tierra y había tirado la bolsita. Me levanto y me salgo afuera. Me acerqué al guarda y le di las gracias… Me hizo una señal con la mano; yo le dije: “adiós y gracias”. Me sonrió.
Me fui para confesarme, porque, al día siguiente, iban a “botar”, o a lanzar, el botafumeiro, en la Misa de las nueve, y yo quería comulgar, recibir la sagrada forma, para conseguir la Indulgencia Plenaria que se otorga, en Año Jubilar, a aquel que ha hecho el camino y ha confesado y comulgado.
Después de estar esperando una cola tremenda, me tuve que ir sin poder confesar; era imposible confesarse, con la cantidad de personas que había…
Volví al hotel; tenían una nota que decía que estuviera preparado, que mañana por la mañana, a partir de las doce, vendrían a recogerme para llevarme a Córdoba de vuelta.
Eso me daba tiempo de ir a Misa de nueve de la mañana… tenía tiempo de sobra…
Me volví a bañar en la bañera. Después me hicieron un puré de calabacines y un sandwuich mixto.
Subo a mi cuarto, me echo en la cama, pero no podía dormir; pensaba: “esto se acaba; gracias a Dios, he podido terminarlo bien…”
Me levanto de la cama, me siento en un sillón, y me veo reflejado en el espejo del armario. Pienso que ésa podía ser una buena foto. Así que agarro la máquina y me hice una foto; mejor dicho, se la hice a la imagen reflejada en el espejo…
Como podéis entrever las personas que leéis estos escritos, cuando una persona termina de hacer el Camino, no es la misma que cuando lo empezó… Yo no era así antes; ahora, veo el mundo de otra forma.
Volví a la cama, y, pensando en estas cosas, me quedé dormido…
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