Me levanto a las siete de la mañana; instintivamente me voy para la ducha, pero recuerdo que me había bañado la noche anterior.
Bajo a recepción, y le digo al que estaba allí:
- Buenos días.
- Buenos días, señor – me corresponde el recepcionista; - muy temprano se ha levantado el señor…
- Sí – asentí yo; - durante el camino me acostumbré a levantarme temprano porque así me cundía más el andar…
- Muy bien, señor – expresó el recepcionista; - Ud. dirá…
- Mire – expliqué yo; - hoy vienen a recogerme desde Córdoba, en un coche; me dijeron que llegarían después de las doce… Si llegaran antes, por favor, dígales que me esperen, que he ido a Misa…
- Espere, señor – decidió amablemente el recepcionista; - Voy a escribir el recado, por si, cuando vengan, yo no estoy en la recepción, el que esté en mi lugar se lo da…
- Gracias – agradecí yo; - eso está bien; así no hay confusiones. Me marcho a Misa; espero volver antes de las doce…
- Como quiera el señor – terminó el recepcionista; - Ah, ¿no quiere un poquito de café?
- No, gracias – aseguré yo; - es que quiero comulgar, y yo todavía guardo mis costumbres. De todas formas, muchas gracias…
Nos reímos levemente, y yo salí del hotel camino de la Basílica.
La Basílica estaba tan llena como el día anterior; me puse en una de las colas de los confesionarios, que me parecía más corta, y espero…
Cuando me llegó el turno de confesar, me arrodillo y digo, como siempre: “Ave, María Purísima”. El cerdote, en lugar de contestarme: “sin pecado concebida”, me pregunta directamente:
- Hijo, ¿te arrepientes de corazón de todos tus pecados?
Yo contesté decidido:
- Sí, Padre.
El sacerdote me echó la penitencia y me despidió con la bendición:
- Vete en paz, hijo.
Yo nunca había confesado de esa forma, pero era lógica, en estos días: había más de veinte confesionarios, y cada uno de ellos tenía unas colas larguísimas; todo el mundo quería confesar y comulgar para conseguir la Indulgencia Plenaria de la Peregrinación. Los sacerdotes lo sabían y hacían todo lo que podían para agilizar este trámite.
Oí Misa y comulgué. Mas de treinta sacerdotes daban la Comunión, tapados con un paraguas, no porque estuviera lloviendo, sino para señalar dónde había un sacerdote distribuyendo la Sagrada Comunión…
Cuando terminó la distribución de la Comunión…, botaron el botafumeiro… Eso es todo un espectáculo, cómo lo lanzan, cómo lo paran… Le hice varias fotos. .
Después me enteré que el botafumeiro no era una forma de incensar al Señor, sino que era una forma de diluir los malos olores que traían los peregrinos (sudor, pies, falta de higiene… etc.), y que, cuando se reunía una multitud, como aquel día, resultaba insoportable; así al mezclarlo con el incienso, se menguaba un poco el mal olor. Ésa era la función del botafumeiro. Eso es lo que me contaron, y así lo cuento yo…
Me despedí de Santiago, el Apóstol, y volví al hotel. Ya había cumplido todos los requisitos; había concluido, con éxito, mi propósito, con la ayuda de Dios, y, ahora, estaba deseando volver a mi casa…
No hice más que llegar, y, al ratito, se presentó un muchacho joven, de unos treinta años, acompañado de una chica muy guapa; me la presentó como su novia. Me dijo el muchacho:
- Rafael; vamos a estar en Córdoba en “na y menos”. Cuando Ud. quiera, nos vamos.
Cargamos mis pocas pertenencias, me despedí del personal del hotel que conocía, y partimos con dirección a Córdoba, ¡mi Córdoba de mi alma!
El coche era un coche chiquito, pero andaba como un rayo; yo iba atrás, muy cómodo, mirándolo todo, ya con ojos de turista.
Tenía unos sentimientos contradictorios; por lado me alegraba, y mucho, el haber podido terminar, y con éxito, la “aventura” que emprendí hace ya… uff, ¡qué sé yo de días…!; pero, por otro lado, me daba “pena” el haber terminado ya… No sé, una mezcla de sentimientos…
A las dos horas, paramos a comer en un restaurante, que el muchacho conocía, y que sabía que ponían muy bien de comer. No me preguntéis, porque yo no sé deciros dónde fue (algún día se lo preguntaré al muchacho). Lo que sí sé es que se come bien, pero que bien. Yo pedí un chuletón que, ahora que estoy escribiendo, diez años después, todavía se me hace la boca agua. Le hice una foto al restaurante. Tomamos café, y, en la sobremesa, contando intranscendencias, me dice el muchacho:
- Rafael, yo no paramos hasta Córdoba…
Yo aprobé con la cabeza; ¡estaba deseando llegar!
Cuando llegué a Córdoba, me estaba esperando toda mi familia: mi mujer, mis hijos, mis nietos…, hasta el que había nacido estando yo de viaje…, y algunos amigos. Dije que me hicieran una foto para recordar cómo venía de delgado, y ¡con barba!
La verdad es que empecé a hablar del Camino de Santiago, y, todavía hoy, diez años después, no he parado de hablar del
CAMINO DE SANTIAGO.
F I N
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