De Santa María do Poyo a Triacastela
Me levanté a las siete de la mañana; recogí mis cosas y salí del albergue.
En el bar del albergue pedí un poco de agua caliente; le eché leche condensada y un poquito de Nescafé, en mi botella de agua, y así me hice un cafelito.
Inmediatamente me puse a caminar, para que me cundiera.
Llevaría unas dos horas caminando, cuando diviso a lo lejos una estatua; resultó ser el monumento al peregrino. Era una estatua de piedra, de unos tres metros de altura, con la mano puesta en la frente, y en una posición como si estuviera mirando muy lejos y le molestara el sol en los ojos, por lo que se pone la mano a modo de visera. Le hice una foto..
Lo árboles, por aquella zona, eran tremendos de grandes. Ni siquiera tres personas, cogidas de la mano, eran capaces rodear el tronco de cualquiera de aquello árboles. Claro que la altura no se quedaba atrás…, altísimos y con unas copas anchas, anchas de verdad, y muy frondosos.
Por esta zona me ocurrió un pequeño percance, en el que tuve que decir que yo no tenía miedo, pero sí que lo tenía…, lo pasé bastante mal.
Iba yo caminando con un hombre casi de mi misma edad, aunque un poco más joven, sobre unos cincuenta años; el hombre había acompasado su paso al mío. De pronto vemos venir, corriendo y gritando, un buen número de mujeres, en dirección contraria a la nuestra. Cuando llegan a nuestra altura, sin parar de correr, dicen:
- ¡Toros! ¡Vienen toros!
El hombre que venía conmigo se paró, me miró y dijo:
- Toros no pueden ser; serán vacas…
Como él no se movía, yo tampoco. Vemos venir un vaquero con una caña, y, detrás, más de treinta vacas. Cuando pasaron las vacas por delante de nosotros, le dijo el hombre que me acompañaba al vaquero:
- ¡El susto que les está metiendo a las mujeres…!
- ¡Y a los hombres…! – dice el vaquero – Mira que yo les digo siempre que son vacas y que no hacen nada…, pero, nada, que no se fían…, y salen corriendo.
La verdad es que yo no me fui porque el hombre que venía conmigo no se movió; si no, salgo corriendo como los demás…
Cuando pasaron las vacas y se tranquilizó la cosa, las mujeres, que antes habían venido corriendo, nos adelantaban y nos decían que éramos muy valientes. Yo me envalentoné y les grité: .
- ¡Es que yo soy de Córdoba, la tierra de los toreros…!
Seguimos andando y divisamos Triacastela. ¡La cola que había para coger una cama en el albergue…! ¡Tremenda!
Yo no había comido nada en todo el día; lo último que comí fue el trozo de tortilla que me dieron las niñas del perro. No tenía un céntimo, y no conocía a nadie para pedirle algo de comer. Amenazaba lluvia, pero aún no llovía.
Estuve revolviendo todo el macuto, a ver si había guardado algún trozo de pan, como era mi costumbre cuando me sobraba, pues en estos casos se agradecía. Pero ¡nada de nada!
Si no habéis pasado hambre, no comprenderéis lo que digo; pero, si alguna vez habéis pasado hambre, lo entenderéis perfectamente, y sabéis perfectamente de lo que estoy hablando…
Repito, la cola que había en el albergue era tremenda. Se me acercó una señorita, y me preguntó:
- ¿Cómo se llama Ud.?
Le respondí, casi instintivamente:
- Rafael, y vengo solo desde Córdoba…
- Acompáñeme, por favor – me rogó la señorita; - vamos a tomarle algunos datos…
Una vez dentro, la señorita en plan confidencial, me confesó:
- Rafael, tiene Ud. la cama 16…
- Es que yo estoy en la cola… - argüí yo, confuso.
Ella continuó con un tono serio y apenado:
- Cuando a Ud. le llegue el turno, ya habremos terminado de dar las camas, y, a Ud. no le habrá llegado; sí que se quedaría sin cama. Por eso, vamos buscando a las personas mayores y le hacemos esta excepción del orden de llegada. Tenga el número y no lo comente con nadie…, por favor.
Yo me sentí aliviado, y, al mismo tiempo, como culpable: yo había llegado después que otros, y, sin embargo, ya tenía el número de cama en mi bolsillo…, y a muchos de los que estaban en la cola no les llegaría cama… Pero, ¡así es la vida!
Me fui a mi sitio en la cola. Los compañeros me decían: “venga, Rafael, que pierdes el turno”. Yo recogí mis pertenencias, le hice un guiño a los compañeros, y les dije:
- Me han invitado a dormir en un hotel del pueblo…
Se lo dije de una manera, riéndome, que nadie me creyó.
La fórmula para repartir las camas es la siguiente: rellenas un formulario: nombre y apellidos, de dónde vienes, qué edad tienes… Con esa ficha ya rellena te dan un número; te esperas a que estén todas las camas asignadas. Una vez realizado el reparto, abren las puertas de los dormitorios; entras, ves tu número que está en la cama; pones en lo alto de la cama el macuto, y te marchas a dar una vuelta, o te quedas por allí, o te vas a comer, si tienes dineros. Siempre es igual. Te puedes cambiar con un familiar, o con otra persona. El propietario, esa noche, es el que tiene el número.
Miro para el camino y venían peregrinos, muchos, corriendo. Pregunto que qué pasa y me dicen: “mira al cielo, joder”.
El cielo se había puesto en un momento negro tirando a rojo. Yo no había visto nunca así el cielo; daba miedo. Se levantó un airazo para volar. Aquello era tremendo.
Yo me metí en el albergue y me puse en una ventana para poder ver bien, en primera fila, el desarrollo de la tormenta.
Aquello fue espectacular. Empezó a llover…, parecía que tiraban el agua con cántaros desde el cielo, lo que dice el refrán: “llovía a cántaros”.
A muchos peregrinos les pilló la tormenta por el camino. Era un espectáculo muy desagradable, pero no podíamos hacer nada. Venían personas mayores, que no podían correr, venían andando, empapados, y no tenían sitio en el albergue, ni lugar donde cambiarse la ropa empapada…
Los más jóvenes parecían divertirse, se lo pasaban bien; otros, sin embarga, venían llorando porque habían perdido a sus familiares. Los que estábamos en el albergue, tratábamos de consolarles y hacerles ver que no se perdía nadie, que venía mucha gente, que estarían resguardándose de la lluvia, y que, luego, se reencontrarían. Otros se lo tomaban a cachondeo y decían “pegos” para reírnos.
Yo andaba con unos y con otros, aunque procuraba pasármelo lo mejor posible. A este respecto sucedió una pequeña anécdota con la que nos divertimos casi todos. Llegó un hombre, de unos cuarenta años, muy preocupado porque había perdido a su señora; hacía rato que no la veía, y ¡era como para no verla: 120 kilos! El hombre contó que estaba haciendo el camino, para ver si podía adelgazar, ya que había probado todas las dietas y ninguna le había dado resultado. Por se decidieron a hacer el camino, a ver si así, andando, podía adelgazar… Uno de los “graciosos” que había allí, se chanceó:
- ¡Qué suerte, tío! Santiago ya te ha hecho un milagro: ¿¡te parece poco perder a una mujer que pesa 120 kilos!?
El hombre sonrió, preocupado aún, y exclamó:
- Llego a mi pueblo sin la Patro (la Patro era su mujer), y el año que viene se vienen todos a hacer el camino, porque todas las mujeres del pueblo pesan de 100 kilos en adelante…
No pudimos por menos que romper en carcajadas; el cachondeo se masticaba; el corro era cada vez más grande, y cada vez intervenía más gente, y las risas aumentaban; aquello era ya un escándalo… En ese momento vemos entrar a la gorda, la Patro, dirigiéndose a su marido a voz en grito:
- Manolo, ¿ésa es la preocupación que tienes, que me he perdido, y tú aquí, de cachondeo…?
Todos explotamos de risa, ¡ja ,ja ,ja !, no había quien nos parara; habían lloraba de la misma risa; una mujer se hizo Pippi; la gente se reía más y más, y le decían a la pobre:
- Si estás chorreando agua, ya termina de hacerte Pippi…
Otros le decían a Manolo:
- Lo siento, Manolo, se acabó el milagro…
Pasaban cosas que no se pueden contar; como personas que se cambiaban de ropa sin ningún pudor, se ponían en pelota, se secaban y luego se vestían, con ropa seca no les importaba que hubiera niños…
Esto que cuento es el camino, mejor dicho, parte del camino; lo pasan estupendamente tanto personas mayores como jóvenes.
También tengo que decir que no se puede hacer el camino sin dineros; eso que yo estaba haciendo era una locura. Te puedes arrimar a alguien para que te de un pedacito de bocadillo; si lo haces por segunda vez…, puede ser que también esta vez te dé un pedazo; pero, si lo haces por tercera vez, te dan de lado y ya nadie quiere juntarse contigo. Yo no pedía a nadie, y todo el mundo sabía que yo no llevaba dineros. Si alguien iba a por bocadillos, y me traían a mí uno, yo lo agradecía profundamente.
Cuando escampó, tuvimos que irnos de albergue, porque allí no podíamos rebullirnos; estábamos apretados como sardinas en lata; todos los pasillos estaban llenos de sacos de dormir, de botellas, y de utensilios sueltos…,y todo “pringao” de agua y barro del pisoteo.
Nos fuimos saliendo afuera, y cada cual tomaba su decisión sobre cómo iba a pasar la noche… Yo salí con un grupo a dar una vuelta. La gente nos decía que Triaca Stela fue muy famosa en el camino de Santiago, que, en una ocasión, hubo un terremoto, que partió la torre de la Iglesia; era impresionante ver las rajas de la torre, como quedó después del terremoto. Las campanas estaban en el suelo caídas.
Cuentan las gentes del pueblo que, el ruido del terremoto y el ruido de la caída de las campanas, fue terrible; y, para colmo, la Iglesia está en medio de un cementerio; sí, he dicho bien, un cementerio. Las lápidas estaban casi todas partidas y levantadas, hundidas…, incluso dentro de la Iglesia. ¡Había que ser muy valiente para no salir corriendo al ver la Iglesia en medio del cementerio, y la torre que amenazaba con caerse…, parecía que en cualquier momento se caería….
Fuimos a ver la citada Iglesia, dentro del cementerio. La impresión que causaba ver las lápidas de los difuntos, completamente deterioradas. Daba miedo entrar en la Iglesia, también con muchas lápidas levantadas, hundidas, ahuecadas… Era inenarrable… Yo calculo que la Iglesia tendría más de mil años. No había luz, solamente una vela encendida en el Altar Mayor, o lo que quedaba de él.
Salimos fuera de la Iglesia y dimos una vuelta a su alrededor. Yo le hice una foto. Me paré un momento para imaginarme lo que tenía que haber sido el terremoto. Las campanas seguían en el suelo, se habían caído de una altura de treinta metros…
Nos fuimos de la Iglesia comentando lo impresionante que debió ser el terremoto: “¿el fin del mundo?”
El albergue distaría de la Iglesia unos 800 metros. Cuando volvíamos hacia el albergue, venía en sentido contrario un grupo de unas 200 personas, todas jóvenes, de ambos sexos. Venían cantando canciones religiosas, cantos de los que se cantan en la Iglesia, en el Rosario de la Aurora… Se nos acercaron y nos dijeron:
- ¿Vais para el albergue? .
- Sí – respondimos nosotros expectantes.
- ¿Queréis decir en el albergue – nos rogaban – que, sobre las ocho, vamos a decir una Misa cantada en la Iglesia?
- Claro que sí – exclamé yo alborozado; - y también lo diremos por los bares, y por todos sitios donde encontremos gente…
- Vale – terminaron; - Allí nos vemos.
Cuando se fueron, nos repartimos, un poco por todas partes, para mejor dar la noticia de la Misa cantada, a las ocho de la tarde, en la Iglesia.
Luego nos enteramos que era un coro de una Asociación Religiosa.
Yo lo dije en el albergue, lo repetí, pero nadie me hacía caso. Como no me hacían caso, se me “ocurrió” una treta. Comencé a decir que venía también una televisión para hacer un reportaje. Me preguntaron que en qué cadena. Yo respondía que “no lo sabía”, que en el camión ponía TVE, y que había más de 300 personas… Yo terminaba:
- Si va a haber un reportaje sobre peregrinos, aquí, en Triacastela, que nos ha cogido aquí, y no vamos, eso sería para que nos mataran…
Parecía que yo había dicho que “había fuego”. Todo el mundo corriendo, comentando unos con otros, haciendo preparativos, y saliendo disparados para la Iglesia, para “coger buen sitio” para salir en la tele.
Uno de los que venía conmigo cuando nos dieron la noticia de la Misa cantada, me miró serio, y me dijo:
- Cuando vean que es mentira lo de la tele, te pelan…
Yo le contesté divertido:
- A mí, no; yo no he visto nada; has sido tú quien me dijo lo de la tele…
- Habráse visto cara más dura… ¿Qué yo te he dicho que había un camión de la tele para hacer un reportaje…?
Y salió corriendo detrás de mi; yo reía a carcajadas, así que me pilló pronto; cuando me atrapó, me dijo:
- Bueno, yo, en realidad, no he visto nada; pero un peregrino me dijo que había visto el camión de la tele…
No pudimos por menos de reírnos a carcajadas. El me dijo:
- ¿Has visto Rafael lo pronto que se forma un chisme?
Nos fuimos para la Iglesia, pues ya era casi la hora. Cuando llegamos estaba atestada de peregrinos, y de personas del pueblo.
Yo, disimuladamente, fui abriéndome camino hasta que llegué casi al Altar, para poder ver mejor la celebración.
Cuando empezaron a cantar algunos cantos religiosos, ¡qué voces más bonitas! ¡Qué bien sonaban! ¡Ponían los pelos de punta, teniendo en cuenta el lugar donde estábamos! Hilos que cantaban era un orfeón religioso
Había ocho o nueve sacerdotes celebrando la Santa Misa. Al que estaba leyendo el Misal, dos peregrinos le alumbraban con dos velas cada uno. La Iglesia estaba totalmente a oscuras; sólo se oía la lectura del Misal y los cantos…, que ponían un nudo en la garganta…, ¡preciosos! Cuando dijeron por un megáfono que llevaban, que las personas que tuvieran mechero, que se acercaran con el mechero encendido, y que, a la luz de los mecheros, nos iban a dar la Comunión…, yo no pude aguantar más y me puse a llorar, de emoción, de… ¿qué sé yo?, pero yo lloré, y me hizo mucho bien. Mire a mi alrededor, disimuladamente, y había otro hombre llorando también…
Los que se acercaban a comulgar llevaban, casi todos, mechero encendido, y casi todos iban llorando… Confieso que no he visto en mi vida algo tan… ¿especial?, ¿emotiva?, ¿profunda?
Cuando terminó la Misa, escribí en un libro que había en el Altar Mayor. Estábamos muchos para escribir, pero no teníamos luz. Los mecheros se habían quedado sin gas mientras alumbrábamos para dar la Comunión. Vino un sacerdote y dijo:
- He conseguido un pedazo de vela en la Sacristía.
La encendieron, y, a su luz, pudimos escribir todos los que quisimos. Estuvieron comentando que, para confesar, se sentaba un sacerdote en una silla, para todo aquel que quisiera confesarse. Yo no lo había visto; si no, me hubiera confesado, para haber comulgado con el mechero alumbrado…
En la Iglesia había olor a azufre; se comentaba que, probablemente, habría caído algún rayo de la tormenta de hace un par de horas, y que había dejado sin luz toda aquella zona.
Volvimos comentando cómo se había puesto el albergue, los pasillos…, todo. Sacos de dormir, gente durmiendo en el suelo…, gente dando vueltas sin saber qué hacer… Yo decía para mí: “Bueno, si no tienen donde dormir, de alguna manera se tendrán que apañar las criaturas por esta noche”.
Cuando llegué al albergue, busqué mi cama, y…, lo que me temía: ¡estaba ocupada! Yo no la veía, buscaba el número 16, pero estaba también ocupada… Se me acercó una señora y me dijo:
- Ésta es su cama, la número 16. Son mis niños, que se han quedado dormidos y los hemos acostado en esa cama, porque estaba vacía…
Los niños tendrían entre ocho y diez años. Me gustaría saber qué hubiera hecho la persona que lee esto, si le hubiera dejado la cama a los niños, sabiendo que, al día siguiente, tenía que andar veinticinco o treinta kilómetros.
Yo le dije:
- Señora, déjelos; a ver cómo me apaño yo, porque es que está todo lleno…
- Toda la tarde – me explicaba la señora – hemos estado buscando algún lugar para dormir, pero está todo saturado, no hay camas disponibles, y, con el agua que ha caído, ¡cualquiera se va a la calle…! Está todo chorreando; si hubiera algún sitio seco, nos iríamos, pero, ni ha y sitio seco, ni camas…
La señora tenía a una chiquilla durmiendo con ella en el suelo; me miró suplicante, y me dijo:
- ¡Si no le importa dormir con Juanito…; el otro niño que duerma con su padre en el suelo…!
Miré; el padre de los niños estaba durmiendo solo en el suelo. Yo respondí a la señora:
- Está bien; por esta noche ya nos apañaremos como sea…
Ella cogió a uno de los niños y a mí me dejó a Juanito. El niño pillaba casi toda la cama. Yo puse mi saco de dormir como pude, y, cuando me iba a meter en la cama, me preguntó la señora:
- ¿Cómo se llama Ud.? .
- Rafael – respondí yo.
La señora, agradecida, me comentó:
- ¡No are más el camino! Esto es una sola vez y ¡nada más! Como se suele decir, los niños no han comido en todo el día. ¡No hay pan, Rafael! Todo está lleno de gente, ¡te cobran el triple de lo que valen las cosas!
- Claro – dije yo; - cuando la gente te ve solo, te ampara; cuando ve muchos peregrinos, enseguida cambian, sale el negociante. En mi tierra se dice que “cuando hace aire, hay que ablentar”. La gente de aquí intenta hacer negocio con nosotros, cuando hay gran afluencia de peregrinos…
La señora se desahogó:
- Si no fuera por la mucha gente que hace al camino con fe, se podría decir que el camino es sólo un negocio…
Yo estaba cansado y tenía sueño, pero no podía dejar a la mujer con la palabra en la boca… Así que le dije:
- ¡Si Ud. supiera el hambre que he pasado…! ¡Debiera haber comedores para los peregrinos de verdad, en todo el camino!
Nos reímos. Uno que estaba durmiendo cerca, se despertó y nos dijo:
- ¿Queréis hacer el favor de no hablar de comidas? Acostaros, que mañana será otro día…mis tripas me están dando un concierto de la hambre que tengo
Nos acostamos, y las tripas empezaron a “cantar”. Pero ¡no se podía hacer nada! Así que lo mejor era dormirse, y, como había dicho el hombre “mañana sería otro día…”.
Así me quedé durmiendo…
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