CAPITULO 29 VIGÉSIMO NONA ETAPA

De Cebreiro a Santa María do Poyo

Me levanté sobre las siete de la mañana; recojo mis cosas y salgo fuera; allí estaba el perro, que comenzó a mover el rabo, se levantó y se vino detrás de mí… Vuelvo al albergue y le digo al hospitalero que aquel perro se venía detrás de mí. Me dijo el hombre:
- Lléveselo, así no va tan sólo….
Bien pensado…, podría resultar, pero, claro, si yo no tenía seguridad de si iba a comer algo, cómo alimentaba al perro…
Inicio el camino y, como siempre, me adelantaban grupos de peregrinos, y todos me preguntaban cómo me iba la pierna. Yo les explicaba que “mejor, gracias”. Luego miraban al perro y me preguntaban por él:
- Anda, cordobés, ¡qué buena compañía te has echado, eh!
Yo continuaba la chanza:
- El pobre no sabe dónde ha caído; si yo no sé si comeré hoy, no sé cómo pueda esperar algo de mí…
Todos se reían y continuaban su camino. Pero eran las doce de la mañana y ninguno de los dos habíamos comido nada.
Pasaba un grupo de peregrinos, parece como si fuera un Colegio, y le dije al encargado del grupo que por qué no le preguntaban al perro quién tenía más hambre, si él o yo… Reímos todos, pero nos dieron dos bocatas, uno para mí y otro para el perro. Se fueron y nos quedamos solos otra vez. El bocata era de atún, buenísimo…, o sería el hambre que yo tenía… Yo me comí el mío, pensando en guardarme también el del perro para la noche... Pero, luego, me reproché y me dije: “Si el bocadillo me lo han dado para el perro, se lo doy al pobre perro”. Y así lo hice. Tardó un minuto en comérselo. Después, me alegré de habérselo dado al animalito.
Yo seguía camino y el animal me daba compañía, pero, claro, como animal, de vez en cuando te daba un susto. El perro tenía la costumbre de ir por mitad de la carretera, y, aunque no circulaban muchos coches, sí iban muy deprisa. Así que había que estar ojo avizor con el perro y los coches.
Un peregrino me dio un trozo de cuerda para amarrarlo y llevarlo cerca de mí. Al perro le daba igual ir amarrado que ir suelto.
Paso por una capilla muy chiquita; la puerta estaba abierta. Entro en la pequeña Capilla; bancas. En la penumbra apenas se veía nada. Oigo una voz qpregunta:
- ¿Quién anda por ahí?
Yo respondo volviéndome hacia el lugar de donde venía la voz:
- Soy un peregrino que visto la Capilla abierta y he entrado a visitarla…
- Ah, muy bien – aclaró la voz saliendo de la penumbra. – Soy el Párroco de toda esta zona; vengo, digo Misa, y me voy a otra Capilla…
Yo pregunto anhelante: .
- Y ¿ha dicho Misa Ya?
- No, aún no – respondió el Sacerdote; - antes estoy limpiando esto un poco. Ahora, en cuanto termine esto, diré la Santa Misa para los dos.
- ¿Para los dos solos, Padre? – interrogué yo extrañado.
- Si, para los dos solos; si tú no estuvieras aquí, la diría yo sólo para mí…
Estando hablando, oímos que se para un coche en la puerta y entra en la Capilla un matrimonio con dos hijos, un niño y una niña. El Sacerdote, se dirige a ellos y les pregunta:
- ¿Queréis oír Misa?
- Si, Padre, a eso hemos venido – respondieron.
El Padre se dirige a mí y me comenta:
- ¿Ves, hijo? ¡Yo no estamos solos!
Luego, dirigiéndose a todos, nos ruega:
- Poneos todos alrededor del Altar; así estaremos mejor.
Nos pusimos alrededor del Altar, y así dijo la Santa Misa. En la homilía se refirió al Evangelio del día: las bodas de Canáa de Galilea, donde Jesús hizo su primer milagro, convirtiendo el agua en vino, a ruegos de su Madre…
Cuando terminó la Misa, comentamos jocosos sobre la conversión del agua en vino. Yo le pregunté:
- Padre, ¿no habrá Ud. convertido el agua en vino, sin darse cuenta, no?
El matrimonio también intervenía en las bromas amables. El sacerdote, terminó la broma, diciendo:
- ¡Con el puerto que tenemos que subir, no está la cosa como para beber vino..!
- ¿Qué puerto? – pregunté yo angustiado.
- ¿Cómo que qué puerto? – Explicó el Sacerdote - ¿Es que no sabes que hay que subir el puerto del Poyo, que es de aúpa?
A mí se me descompuso la cara. El marido de la señora me vio la cara y me dijo:
- ¡Amigo! ¡Ha cambiado Ud. de color!
- Si – expliqué yo; - cuando hay que subir un puerto me descompongo. Espere un momento, Padre, que tengo que cambiarme los calcetines, y echarme mircromina en las vejigas de los pies…
- No se preocupe, cordobés – me dijo el marido, - Ud. coge al niño en brazos y le subimos en el coche…
El Párroco iba en dirección a Cebreiro; nos despedimos de él, después de darle las gracias otra vez..
Nos subimos los cinco en el Fiat Panda del matrimonio, arrancó y subimos el puerto del Poyo, sin ningún problema. El macuto cupo, a duras penas. en el maletero del Panda. Mientras íbamos subiendo, yo no hacía más que darle las gracias continuamente, por el gran favor de subirme el puerto. Cuando llegamos a lo alto del puerto, la señora me dio unos calcetines de su marido; me invitaron a café. Mientras, yo me quité las botas para ponerme los calcetines limpios que me había dado la señora. Cuando me vieron los pies, cómo los llevaba de vejigas y mircromina, me hicieron una foto. Muchos de los peregrinos que había en el bar, también me hicieron fotos; yo les decía que no me dolía, pero ¡la cara que ponían cuando me veían los pies…!
Se hartaron de hacerme fotos. Yo continuaba diciendo que no me dolía. Yo no le daba importancia… Yo, en mi interior, solo le pedía a Dios que no se me infectaran. Hasta la presente, había tenido mucha suerte, y no se me había infectado.

El albergue que había en lo alto del Poyo, era de pago. Costaba cinco duros dormir. Era un bar de carretera.
Frente a ese bar, había otro albergue: ése sí era de la Xunta Galicia, o sea, que era gratis, pero, claro, siempre estaba lleno. Así, pues, me voy para el bar-albergue que yo ya había pagado, miro un poco para ver el movimiento, y, cuál es mi sorpresa, allí estaba el perro. Me acerco, lo llamo; ni caso. Había allí un grupo de ocho o nueve chavalas, y una de ellas me pregunta si el perro era mío. Yo les cuento la historia del perro que se vino conmigo, cuando le eché de comer. Dicen las muchachas que el perro se les arrimó al subir el puerto y que se vino con ellas. Otra de ellas preguntó si mordía; yo le dije que no. Ellas entendieron que el perro se fue con ellas porque ellas le echaron algo de comer, y las siguió. Todos quedamos de acuerdo en que el perro se va con quien le eche de comer. Yo les dije:
- Como el perro ha visto que conmigo no come, se ha buscado otros dueños que le den de comer…
Me preguntaron que si yo lo quería… Yo les respondí:
- Hombre, lo que es quererlo, lo quiero un poco; lo que pasa es que conmigo no come, y, con ustedes, sí come…
Nos reímos a costa del chiste. Entre bromas y veras les conté cómo venía yo haciendo el camino… Me dieron un trozo de tortilla, riquísima. Les di las gracias.
Escribí en el libro de visitas del albergue. Es curioso, durante todo el camino, nunca escribí en los libros de visitas de los Albergues; sólo lo he hecho en el del Padre Arturo Cobos y en este del Poyo.
Aquel día me había podido librar del “puertecito”; no sabía si podría tener tanta suerte con los que quedaban.
Me acosté temprano, porque quería levantarme temprano, que es cuando cunde andar. Dormí, como siempre, de un tirón, ¡como un lirón!

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AGRADECIMIENTO ESPECIAL

A: Alfonso Leon Luque, Por la correccion de todo el texto.