De Zamora a Santo venía del Esla
Me levante, como casi siempre, temprano, para iniciar la marcha hacia Benavente. Recogí mis cosas y salí de la pensión.
A eso de las diez y media, pasé por una tienda de deportes que vi.; entré y pedí que me sellaran el librito; muy amablemente me lo sellaron, y me regalaron una muñequera de las que se usan para jugar al tenis.
El día era estupendo, no hacía mucho calor; es decir, era propicio para andar; así, pues, comencé a andar, de nuevo.
Cuando salí a la carretera, ya empezaba a notarse el calor; yo, cuando salgo a carretera, lo primero que pregunto es si algún puerto o alguna cuesta. Me dijeron que no, por lo que me puse contento.
Cuando llevo más de una hora caminando, se me arrima un hombre y me pregunta si me puede acompañar. Le digo que sí, que por mí no hay inconveniente, y se pone a caminar a mi lado.
Comenzó a hacerme preguntas sobre mí, sobre mi familia…, nada sobre El Camino. A mí me extrañó. Estuvimos hablando más de dos horas: él preguntaba, yo le contestaba. Al final, el hombre se para, me mira y me dice:
- Rafael, le he mentido; yo soy locutor de la emisora La Voz de Benavente, y le he grabado, he gravado toda la conversación. No quiero ponerla en antena sin su permiso. Mi nombre es Juan Antonio Vega.
Yo me enfadé, le dije que ésa no era forma de hacer una entrevista. Me pidió perdón, sacó la cinta de cassette y la rompió delante de mí. Me dijo que contaría lo que yo le había dicho, pero sin decir nombres, pero sí lo que concernía al Camino de Santiago.
Y se fue.
Yo seguí mi camino. A lo lejos divisé un pueblo, y parecía, desde lejos, muy bonito.
A la entrada del pueblo había un restaurante: “Rosa Mari”. Entré a tomarme una manzanilla, o tila, o poleo, lo que fuera, porque no me encontraba bien.
Le conté al dueño del bar lo que me había pasado., y que había entrado a tomarme una manzanilla o cualquier cosa que me hiciese sentir mejor.
El dueño me dijo que todas las tardes iba allí a tomar café una doctora muy guapa, y que él le diría que me viera.
Me dio un bocadillo, pero yo no tenía apetito, por lo que lo guardé para más tarde. Estuvo viendo mi libro; yo no sé si lloró, pero lo leía muy atentamente.
Al rato vino la chavala doctora; digo chavala porque no tendría más de veinticinco años. Me estuvo reconociendo muy amablemente. Me firmó mi compostelano con su número de médico (los tres últimos números: 108-B).
Me diagnosticó que tenía la tensión muy alta, y agotamiento, que tenía que reposar, descansar. Yo le dije que era un peregrino y que no conocía a nadie por aquella zona… El dueño del bar intervino para decir que él también tenía hostal y que ponía a mi disposición una habitación, sin cobrarme nada, para que descansara hasta que me repusiera y pudiera seguir mi camino. Me insistió en que lo hacía de corazón.
Me dijo que la habitación, en ese momento, la tenía ocupada, pero en cuanto se marchara su ocupante, la arreglarían y podía subir a ella para descansar.
Yo agradecí el ofrecimiento, sinceramente. Pero, yo no sé si hice bien o mal, me fui sin despedirme.
El hombre, cuando vio que me fui, llamó a Córdoba, a mi familia, muy preocupado por haberme ido malo sólo por esas carreteras…
Ahora me doy cuenta de que hice mal, y, desde aquí, pido perdón a ese buen hombre, que tan bien se portó conmigo, como otras muchas personas buenas que me ayudaron durante el camino.
Si este relato llegara a las manos del dueño del restaurante “Rosa Mari”, le pido disculpas por la forma intempestiva en que me fui.
Serían las nueve de la noche y estaba oscureciendo cuando llegué a Santo venía de Esla.
Allí hice noche; hice mi cama, me metí en el saco y me dormí contemplando las estrellas.
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