CAPITULO 20 VIGÉSIMA ETAPA

De El Cubo a Corrales

No sé lo que habría dormido, cuando me tocan en el hombro, zarandeándome; era un guardia civil, que me dice:
- ¡Oiga; se está poniendo chorreando!
Yo entreabrí los ojos, miré a mí alrededor: verdaderamente me estaba lloviendo. Yo miré al guardia, y le aseguré:
- Desde luego, ¡y ya estaba empapado de antes! ¿Dónde estoy?
- En la cárcel – me sonrió el guardia.
- ¡Coño! – no pude por menos de expresar, abriendo mucho los ojos, asombrado. - ¿En la cárcel?
- Sí, hombre, en la cárcel de El Cubo. – explicó el hombre – Ya me dijo mi compañero que había llegado un peregrino, que estaba muy cansado y que lo dejara dormir… y, si lo he llamado, es porque se estaba poniendo chorreando. Si quiere un poquito de café, le puedo echar un poquito de termo que me he traído de casa…
Me fui para la garita; allí se estaba bien; me tomé un poquito de café…, y no sé el tiempo que estuve allí, pero nos fumamos casi todo el paquete de tabaco.
Me dijo el guardia que el pueblo estaba a dos kilómetros.
Cuando me despabilé un poco, me marché hacia el pueblo: El Cubo, la tierra del vino (así se llamaba el pueblo en los carteles anunciadores).
Pregunto y me dicen dónde vive el Párroco, Don Tomás. Llamo a la puerta. Una voz me dice que pase. Era una casa rústica, con una mesa en el centro, una cocina campera y un aparador; dos o tres gallinas sueltas, campando por todas partes, incluso por encima de la mesa, picoteando en el suelo no sé qué. La estampa era impresionante, vamos, ¡para una foto de concurso!
Viene Don Tomás, un sacerdote de unos noventa años o más, andando, apoyado en un bastón. Me dice que está enfermo, que tenía un seminarista que le ayudaba… Yo un pude reprimir la pregunta:
- Padre, ¿las gallinas no se le escapan?
- Si, hijo – me cuenta resignado. – Cada vez que quieren. Pero lo que pasa es que todo el pueblo sabe que son las gallinas de Don Tomás, y ellos mismos me las traen; es más, yo no las veo poner aquí, así que deben poner en la calle, y los parroquianos también me traen los huevos… Me dicen que las gallinas los han puesto en la calle… Yo sé que me engañan, dicen que los han puesto mis gallinas, pero yo sé que los han comprado en la frutería… ¡Son buena gente…!
Estuvimos hablando bastante rato, explicándole yo de dónde venía y lo que quería de él. Me dijo que él no me podía escribir en el libro por que no tenía las gafas, pero que fuera frente por frente, que estaba el Ayuntamiento, y que allí me lo sellarían…
Me despedí del sacerdote, Don Tomás, y fui al Ayuntamiento. Allí ya me conocían y me sabían que había pasado la noche en la garita, y el rato que había pasado con Don Tomás.
A propósito, me dijeron en el Ayuntamiento, que, aunque pareciera que Don Tomás estaba sólo, que no, que el Párroco no estaba sólo, que todo el pueblo estaba pendiente de él. ¡Era muy querido en el pueblo!
Comenté con el Secretario del Ayuntamiento lo de las gallinas de Don Tomás, que ponían los huevos en la calle y que los vecinos le llevaban los huevos a Don Tomás. Me comentó el Secretario que, más de un día, le han llevado los huevos con el sello de la granja, y, pensaron, que no se había dado cuenta.
Una vez sellado el Compostelano.
Salí para Los Corrales; no sé lo que me pasaba, que iba andando muy deprisa; así que refrené la marcha y me dije: “vamos a seguir haciendo el camino despacito”. Así que reinicié la marcha, esta vez andando normal, sin prisa, pero sin pausa.
Voy caminando por el campo cuando diviso una capilla de piedra con una verja de hierro todo alrededor. La Capilla no tenía más de cinco metros cuadrados. No sé lo que sería, pero me hubiera gustado saberlo. Cuando la esta mirando se paró un autocar en el llanete donde estaba la Capilla. Bajaron varias personas; yo me acerqué al conductor y le pregunté que qué era aquello. Me dijo que no lo sabía, que sólo habían parado por el llanote, para descansar un poco y estirar las piernas. Me dijeron que iban a Santiago con una niña de unos ocho años, que estaba malita, para pedirle al Apóstol que la pusiera buena. Yo les conté de dónde venía y hacia dónde iba; les indiqué que yo también le pediría al Apóstol por aquella. Se hicieron varias fotos conmigo. Algunos insinuaron que hicieran un “escote” entre los viajeros para mí, y así lo hicieron. Pasaron una bolsa de plástico y cada cual echaba lo que quería, si quería; luego, me la dieron.
Yo subí al autocar, a darle un beso a la niña malita. Cuando le di el beso, ella me miró, me quería decir algo con la mirada, miraba la bolsa de plástico con las monedas que me habían echado y que yo tenía en la mano; se la puse a la niña en sus manos; la niña la cogió, me miró y sonrió. ¡Yo nunca podré olvidar la sonrisa de la niña. Le di otro besito, le dije adiós y me bajé. El autocar arrancó y se marchó; todos me decían adiós por la ventanillas; yo les correspondía también diciendo adiós con mi pañuelo. Me habían dejado también una bolsa con cuatro bocadillos, que, de verdad, me vinieron “de perillas”.
Serían las nueve de la noche cuando llegué a Corrales. Pregunté dónde vivía el Alcalde. Me dijeron que en un chalet a unos cuatro kilómetros del pueblo. Busqué un banco, que estaba en la puerta de un bar de comidas. Me senté en el banco, dispuesto a pasar la noche en él.
Al ratito, se me acercó un hombre y me dijo:
- ¿No quería Ud. ver al Alcalde? Ese hombre que entra en el bar, es el Alcalde.
- Gracias – terminé.
Me esperé en la puerta del bar, y, cuando salió, le abordé:
- Buenas noches, Sr. Alcalde. Soy un peregrino camino de Santiago; vengo desde Córdoba, andando, y quisiera saber si hay algún albergue para pasar la noche…
- Buenas noches, señor – me replicó el Sr. Alcalde. Pues, no, este es un pueblo pequeño y no tenemos albergue. ¡Lo siento!
De todas formas, le pregunté si podía pasar la noche en el banco donde estaban mis cosas, y me contestó que sí, que no había ningún problema.
Así, pues, me acomodé en el banco, preparándome para dormir.
A los pocos minutos, salió un cliente del bar y me preguntó qué me había dicho el Alcalde. Se lo conté: que no había ningún albergue en el pueblo, pero que podía pasar la noche en el banco en que estaba. El hombre, se me quedó mirando, y me preguntó:
- ¿Quiere un poquito de café?
- ¡Se lo agradecería mucho! – contesté yo un poco más animado
Me invitó en el bar a un café calentito. Mientras me bebía a sorbitos mi café, me dijo el dueño del bar que tenían una pensión y que tenían cama vacías, que si quería me daba una cama para pasar la noche…
Un cliente que estaba en el bar dijo, que para eso era mejor dormir en el banco, que se estaba más fresquito que en la cama…
Yo, expliqué a aquel señor, y a todos los clientes del bar, que el problema no era dormir, que dormir se podía dormir casi en cualquier parte, incluso en el suelo, como yo había hecho algunas veces; el problema era el aseo personal, una buena ducha, lavar la ropa sudada…
Les di mi compostelano para que lo leyeran y me lo sellaran.
Empezaron a leerlo; la hija, que estaba con él en el bar, también quería leerlo.
Me dieron un cuarto muy bonito, con una bañera ¡que no os quiero contar…! ¡Qué ducha me pegué!
Cuando me estaba duchando, llamaron a la puerta y me dijeron que me ponían la cena en una mesita.
Cuando lo vi., tenía una tortilla de patatas y un vaso de leche. Cuando terminé de comerme la tortilla y me bebí el vaso de leche calentita, me fumé un cigarrillo. Escribí una carta, pero ya me estaba durmiendo… Así que, puse el despertador a las siete de la mañana, me acurruqué en la cama…, y dormí durante toda la noche, de un tirón, y, como yo digo siempre, como un lirón.

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AGRADECIMIENTO ESPECIAL

A: Alfonso Leon Luque, Por la correccion de todo el texto.