De Béjar a Salamanca
1ª Parte: ¿Casualidades de la vida…?
Cuando estaba en lo mejor del sueño, oigo voces que me despiertan:
- ¿Ves, Juan? Si le das al agua, ponemos a este hombre chorreando…
Me incorporo y veo a un barrendero con una manguera, subiendo al descansillo donde yo estaba acostado. Me dice el hombre, sonriendo:
- ¡No le hemos puesto chorreando de milagro!
Yo no entendía nada. Pregunté:
- ¿Por qué?
- Verá Ud., se lo vamos a explicar – Aclaró el hombre. - Esto es un asilo, y nos tienen dicho las monjitas que, de vez en cuando, les reguemos los macetones. Mi compañero quería que los regáramos, yo que no. Así que he subido para tocar la tierra, a ver cómo estaba, y, entonces, le he visto. ¡Menos mal, porque la impresión hubiera sido muy desagradable, ¿verdad?!
- ¡Hombre, muy agradable no hubiera sido, eh! Pues, muchas gracias por no haberme regado – les sonreí.
Se fueron los regadores; yo, aunque estaba despierto, estaba aún un poco aturdido, no me había acabado de despertar…
De pronto, por encima de mí, “siento” que se abre una ventana del asilo; miro y veo una monjita que me mira sonriente y me dice:
- Buenos días, hijo. ¿Quiere Ud. un poquito de café calentito?
Me apresuré a responder:
- ¡Sí, madre, por favor! Hace ya mucho tiempo que no he tomado café calentito…
- Entonces, - arguyó ella, - ¿qué es lo que toma, hijo?
- Bueno… - respondí yo, - generalmente, bocadillos, que es lo que me suelen dar cuando pido a la gente algo de comer…
- Y ¿se lo dan? – se interesó.
- Pues, sí, madre - respondí sinceramente yo. – Cuando pido algo de comer, siempre me dan…
La monjita me miró aliviada, y me dijo sonriendo:
- Espere un momentito, que le voy a abrir la puerta…
Ya completamente despejado, recojo mis cosas, pongo el macetón en su sitio y entro en el asilo. Ya me estaba esperando la monjita, que me dijo:
- Pase a la cocina.
Ella tomó el camino delante de mí; yo la seguí hasta una sala muy amplia y muy limpia; la cocina era toda de acero inoxidable, que brillaba de limpia que estaba.
Me puso un tazón de café con leche, calentito, y unas magdalenas, que estaban riquísimas. ¡Cómo disfruté de aquel café…!
Entró en la cocina otra monjita que, sonriéndome, me dijo:
- ¿Tú eres el que ha dormido en la puerta de la casa?
- Si, madre – respondí yo. – Es que me iba a quedar en el parque, pero me dijeron los guardas que lo cerraban durante la noche; que si quería, podía quedarme allí, pero que no podría salir antes de las ocho, que es la hora en que abren el parque. Así que me salí, busqué otro sitio, vi el convento, y, como en otras ocasiones y lugares, pensé que era el mejor sitio…
Estaban divertidas con mi pequeña aventura; entablamos conversación, yo les conté a vuela pluma algo de lo que me había pasado en El Camino. Me decían: “Claro, es que en El Camino tienen que pasar cosas de esas para que en el cielo lo valoren”.
Me preguntaron de dónde era. Cuando respondí que de Córdoba, pusieron una cara alegre cara de agradable sorpresa. La Superiora, la que había entrado la última en la cocina, me dijo:
- Yo he estado en Córdoba más de veinte años; es un sitio precioso, en la Judería…
Un escalofrío me recorrió toda la espina dorsal; las piernas comenzaron a temblarme. Balbuceando, casi inaudible, pregunté:
- Por dónde, madre, por dónde? ¡Yo he vivido más de cuarenta años en La Judería…!
- En el Buen Pastor – explicó la monja. - Nosotras, las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, tenemos una casa en Córdoba, en La Judería…
- ¡Claro, hermana – apostillé yo, - si mi hermano vive justo al lado, en la calle Deanes, nº 1…
- Yo tenía una amiga – recordaba la Superiora, - que sus hijos eran plateros, que venía con frecuencia a casa, nos contaba muchos chistes y nos hacía reír…
Yo me tuve que sentar; las piernas ya no me sostenían; no podía hablar, un nudo se me había puesto en la garganta y no podía pronunciar palabra; estaba a punto de llorar. Imperceptiblemente, logré balbucear:
- ¿Y no se acuerda cómo se llamaba esa mujer…?
- ¡Claro que sí! ¿Cómo se me va a olvidar? Se llamaba como yo, Rosario…
El tazón se me cayó de las manos haciéndose añicos. No lo pude evitar: me puse a llorar como un niño…
Las Hermanas estaban allí, como esperando una explicación a aquel comportamiento. Logré decir, entre sollozos:
- ¡¡Era mi madre!!
- ¿Tu madre? – se sorprendieron.
La Superiora, mirándome con afecto, me deslizó:
- ¡Tu madre! ¡Qué chiquito es el mundo…! ¿Quién me lo iba a decir…? ¡Debes estar muy orgulloso de ella! ¡Qué buena era, y lo que nos hacía reír! ¡Y lo contenta que se va a poner cuando le digas que nos has visto aquí, tan lejos de Córdoba…!
De nuevo la congoja y las ganas de llorar. Suspiré y repuse con pena:
- Mi madre murió hace cuatro años.
Se quedaron calladas, sorprendidas y emocionadas. Yo proseguí:
- Le pusieron el hábito de las monjitas de la Encarnación…
La Superiora, recordando con agrado, me repetía:
- ¡Todo el mundo la quería! ¡Ella se hacía querer!
Ya un poco más tranquilo, continuamos hablando; las monjitas no paraban de repetir anécdotas sobre mi madre. Yo no podía hablar. ¡Lo que me estaba pasando era muy fuerte…! Seguía sintiendo ganas de llorar…; sentía un malestar muy raro en el estómago…
La Superiora me aseguró, al rato, que no me preocupara por lo que me estaba pasando, que lo que estaba haciendo era muy bonito…
Les di mi libro para que escribiesen lo que creyesen conveniente. Después de examinarlo y leer algunos escritos, la Superiora se decidió a escribirme, eso sí, con escritura mística:
“Sigue, sube, salta, pero siempre paso a paso. ¡Feliz término! Coincidencia: ¡Los de Córdoba! Fdo.: Sor Rosario Ariaz y sello de la Congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados”
Me dio mucha alegría tener unos párrafos escritos por Sor Rosario, la
Madre Superiora, allí en Béjar. .
La Superiora se despidió de mí, ya que tenía que llevar en un autocar a los ancianos del asilo a una excursión.
La otra Hermana, la monjita que me abrió la puerta, me dijo que me esperara. Yo pensé que me iría a dar unas magdalenas, o roscos, o tortas de esas que ellas hacían tan buenas…. Pero mi espera no fue para eso.
Cuando se fue el autocar con los abuelos, me dijo la monjita:
- Rafael, porque te llamas Rafael ¿no?
- Si, Hermana – respondí yo.
- Mira, Rafael. Aquí en esta casa tenemos un libro en la portería en el que, la Hermana Portera de turno, va anotando una curiosidad que ocurre aquí en la casa…
Yo estaba sorprendido; no sabía dónde iría a parar la monjita; estaba realmente picado por la curiosidad… Ella continuó:
- ¿Ve Ud. la campanilla que hay en el tejado sobre la puerta?
- Si, Hermana – reconocí yo.
- ¡Pues no tiene cuerda para tocarla! – exclamó triunfalmente - ¡Y la campanita toca sola de vez en cuando! Unos dicen que será por el viento, otros que por otras causas… ¡Lo cierto es que la campana toca sola de vez en cuando! Todas las personas, cuando oímos tocar la campanita, nos santiguamos, y nos decimos unos a otros: “ha muerto un alma buena y va para el cielo”. A continuación rezamos una oración, o un Padre Nuestro. La Hermana que está ese día en La Portería, escribe el día y la hora. Muchas personas vienen a casa sólo para preguntar si en el día y la hora en que un ser querido falleció, si en ese momento tocó la campanita…
Yo me quedé estupefacto…, eso no era posible…, y para qué me decía eso la monjita… De repente, una idea cruzó por mi mente: ¡mi madre! ¡La fecha y hora de su muerte… Pregunté, no muy convencido:
- Hermana, ¿eso es seguro?
- No – respondió ella; - nadie está diciendo que aquí se produzca un milagro; sólo pensamos que pudiera ser… Esto, por supuesto, no es de fe.
- ¿Qué puedo hacer para ver la fecha de mi madre? – pregunté otra vez
- ¡Nada! Sólo decirme la fecha de su fallecimiento y la hora, y miramos a ver si en esa hora tocó la campanita… - terminó ella.
Yo me puse a pensar: mi padre y mi madre murieron en el mismo día, aunque de años distintos. Mi padre murió el 5 de febrero de 1990, y mi madre el 5 de febrero de 1995, a las doce y media. Se lo dije a la Hermana, y ella me animó:
- ¡Muy bien! Ahí tienes el libro; mira en la fecha y hora que tú has dicho, a ver si tocó la campana o no.
Yo estaba temblando, busqué nervioso, hasta que di con la fecha. Me quedé de piedra, me entraron mareos, casi me desmayo. Aturdido, comprobé la reseña que figuraba en el libro: “5/2/95 – 12,30”.
Cuando pude reaccionar, se lo enseñé a la monjita, quien me contestó muy ufana:
- ¡Yo lo sabía! ¡No falla! Cuando una persona ha sido buena en esta vida, en el libro consta la fecha en que su alma sube al cielo.
A continuación, con vivo deseo manifestó:
- ¡Cuánto me gustaría que, el día en que mi alma deje este mundo,
tocara la campanita…!
Yo estaba aún sin creérmelo, y volví a preguntar:
- Y ¿no puede ser el aire que la mueva, que haya alguna corriente de aire a esa altura y que se mueva de vez en cuando?
- No, hijo – musitó ella; - la campana suena en todo tiempo, en verano y en invierno, con aire y sin aire, con tormenta y en bonanza, de día o de noche, suena independientemente del tiempo que haga. Y no hay cordel que pudieran mover los pájaros, o los gatos… Además, no le ponemos cordel, precisamente por eso, para que las personas que aún no creen en el Poder de Dios, no encuentren una explicación al toque de la campanita.
Me marché del asilo muy pensativo; yo no sabía qué pensar respecto a lo de la campana. Eso me tenía descolocado.
Cuando pasé por la puerta del Ayuntamiento, entré para que me sellaran mi compostelano. Sin ningún problema, me lo sellaron.
Muy cerca del Ayuntamiento, había una imprenta. Entré, pregunté si me querían imprimir un cartel. Me lo imprimieron sin cobrarme nada. Le puse unas cintas y lo guardé en mi macuto. Saco mi mapa, miro la próxima etapa. Me digo: “por fin me toca”. Marcho en dirección a Alba de Tormes.
2ª Parte: El Sepulcro de la Santa
Sumido en estos pensamientos, y otros muchos, que se arremolinaron, estuve caminando, casi sin darme cuenta, casi todo el día.
Después de mucho caminar, llego, por fin a este bendito lugar: Alba de Tormes, lugar donde murió la Santa de España, Santa Teresa de Jesús.
Me parecía imposible que yo estuviera allí, sentado, en la puerta del famoso Convento donde murió la Santa.
Había allí una estatua de la Santa, de cuerpo entero, a cuyos pies estaba escrito. “Sepulcro de Santa Teresa”.
No me atrevía a entrar en el Convento; se me habían “aflojado las piernas”.
Estuve contemplando desde fuera el Convento, todo lo que se veía. En primer lugar aparecía una fachada, como de una Iglesia, muy antigua. Constaba de dos puertas, una la propia de la Iglesia y, la otra, la del Convento propiamente dicho. Para acceder a cualquiera de las dos puertas, había que atravesar una cancela de una verja que rodeaba las dos puertas.
Una vez atravesada la cancela de hierro, ya se tenía acceso a cualquiera de las dos puertas. La de la Iglesia estaba casi siempre cerrada, por las trazas de poco uso. La del Convento, estaba casi siempre medio abierta una de las dos hojas.
Me decidí a entrar; me asomé por la hoja de la puerta entreabierta, y era impresionante.
La puerta tuve que abrirla un poquito más, para poder pasar. Al abrirla, hizo el típico ruido de abrir una puerta. Imaginaos una puerta muy antigua, reforzada con hierro, yo le echaba más de mil quinientos años.
La hoja fija de la puerta, la que estaba siempre cerrada (seguramente, nunca la habían abierto), si hubiera tenido telarañas, hubiera sido la típica puerta de los castillos de películas de terror; sin embargo, estaba más limpia que el jaspe, pintada de negro.
El escalón que había en la entrada, era de mármol, negro también, un escalón muy gastado…
Cuando entré al portal, sentí un escalofrío: frente al portalón había una reja, y detrás de la reja, otra reja, y, detrás de las dos rejas, había una puerta reforzada con hierro en las esquinas, también pintada de negro, con las cerraduras de hierro. Yo pensé para mí: “Pobrecita la que entre por esa puerta; puede despedirse de la vida terrenal”..
A la derecha de la cancela había como un pozo de piedra. Era un torno con otra reja de hierro y una cortina negra…
Estaba mirando todo esto muy atento, cuando oí una voz, muy dulce y cantarina, que me decía:
- ¡El Señor esté contigo! ¿En qué te podemos ayudar, hermano?
Me sobresalté un poco, porque no lo esperaba. Me repuse y respondí:
- Hermana, quisiera, por favor, que me escribieran y sellaran mi Compostelano. Es que estoy haciendo El Camino de Santiago y me gustaría tener el sello de Las Carmelitas…
La voz de la monja era una profunda, en una castellano perfecto. Dijo:
- No podemos, hijo; nosotras, las carmelitas, somos clausura total, y no podemos sellarte el Compostelano, pero te tendremos presente en nuestras oraciones, para que tu camino lo termines felizmente…
- Hermana – apremié yo; - tengo una hija que va a dar a luz dentro de unos días, y me hubiera gustado que le pusieran Uds. unas letras, para que ella pudiera leerlas, y que le reconforte en esos momentos tan angustiosos.
- No podemos, hermano; no nos está permitido tener contacto con el mundo. Pero, dime el nombre de tu hija…
- Mari Jose, hermana, se llama Mari Jose – respondí yo medio llorando.
- No se preocupe, y he escrito su nombre en la lista de intenciones, y la tendremos presente en nuestras oraciones.
La monja bien hablada, aclaró, a continuación:
- Frente al Convento vive el Párroco; ve, de parte nuestra, y él te sellará el Compostelano, y te pondrá unas letras de consuelo para Mari Jose…
- Muchas gracias, hermana… - terminé yo
- ¡Vaya Ud. con Dios! – terminó la monja.
Salí del Convento muy desanimado. La puerta de la Iglesia, que era mucho más grande que la del Convento, aunque estaba cerrada, tenía un puertecita pequeña abierta, al parecer estaba todo el día abierta.
Por esa puerta chiquita entraba todo el personal que iba a Alba de Tormes a ver el Sepulcro de la Santa. .
Conforme entras en la Iglesia, te encuentras con unas bancas puestas en fila, porque el Altar está a la derecha de la puerta de entrada.
A la izquierda de la puerta de entrada, hay una pared con unas escaleras de, aproximadamente, veinte escalones, con una barandilla de hierro, muy humilde, a mano izquierda, según se bajaba.
En las escaleras hay un cartel que dice: “Prohibido el paso. Privado. Dirección aposentos de Santa Teresa”.
Yo estaba maravillado mirando para todos lados. Miro frente a la puerta de entrada y veo otra reja. Aquello me fascinó. Me acerco; es una habitación sin puerta ni pared, sólo la reja. Parecía una capilla; me llevo una gran sorpresa: en el centro del habitáculo hay como un baúl, abierto, forrado, recubierto de terciopelo rojo. Tiene un cartel indicador que dice: “En esta caja fue depositado el cuerpo sin vida y enterrada Santa Teresa”.
Yo me pregunto: “¿Estoy viendo el ataúd de la Santa? Qué fuerte”.Yo nunca me pude imaginar lo que estaba viendo. ¡Las cosas que me pasaron por la cabeza…! Miraba el ataúd y veía a la Santa amortajada, vestida con su hábito del Carmelo, dentro del cofre…¡Sensacional!
Me fui hacia el Altar Mayor.
Las bancas que miraban al Altar Mayor, estaban separadas del Altar Mayor por una reja. La reja era de metal amarillo, muy limpio, que relucía mucho.
Detrás del Altar Mayor había otra reja de hierro, pero los barrotes eran bastante más gruesos. Detrás de esa Reja de gruesos barrotes, otra reja con unas cortinas muy bonitas.
Yo pensaba lo bonito que podía ser poder ver toda la Iglesia llena de público, las cortinas, que eran de un color marrón oscuro, descorridas, y allá al fondo las monjitas, si bien difuminadas por otras cortinas de seda negras.
Y el grupo de monjas, difuminadas por la cortina de seda negra, cantando las canciones religiosas, como sólo ellas saben cantar, con esas voces angelicales, místicas, que te ponen los pelos de punta… ¡como si ya estuviéramos en el cielo…!
Seguía pensando que esto sería alucinante, y todo esto lo “veía” y lo “sentía” en mi mente. De pronto, un pensamiento se abrió paso por mi cabeza, martilleándome con fuerza:
“Nada te turbe,
Nada te espante,
Todo se pasa,
Dios no se muda,
La paciencia todo lo alcanza,
Quien a Dios tiene,
Nada le falta”.
Pensando en todo esto, yo estaba de rodillas en una banca, y no me daba cuenta del tiempo que llevaba; no me “dolía” nada, sentía un inmenso placer dentro de mi cuerpo, una gran paz interior se apoderó de mí…
No sé el tiempo que estuve de rodillas inundado por aquella paz. De pronto, un intenso olor a un perfume, muy agradable, que yo nunca antes había percibido, me inundó con su fragancia. Me pareció que todo el recinto se llenaba de ese intenso olor…; se me acercó una mujer, mayor, posiblemente de unos ochenta años, de cabello blanco, vestida de negro; su cutis parecía nácar esplendoroso… Me llamó mucho la atención lo bien que olía… Era la persona que desprendía esa fragancia. Me dijo muy quedamente:
- Hijo; llevas mucho rato de rodillas, ¿te pasa algo?...
- No, no – la tranquilicé yo. – Simplemente estaba pensando lo espectacular que tiene que ser oír una Misa cantada por las monjitas, cuando las cortinas están descorridas, la Iglesia llena de flores, con esa luminosidad tan suntuosa… Eso tendrá que ser maravilloso…
Sorprendida, la viejecita me dijo con una voz muy dulce:
- ¿Ese librito de Misa tan grande llevas? ¿No tienes uno más chiquito?
Yo sonreí y le aclaré:
- No; esto no es un libro de Misa; esto es mi Compostelano, es que estoy haciendo El Camino de Santiago, y, aquí es donde me escriben y sellan por los lugares donde paso. Vengo desde Córdoba, andando…
- ¿Desde Córdoba andando…? – La mujer estaba aturdida, no sabía qué decir. - Ud. ya es un poco mayor y, además, Alba de Tormes no está en el Camino de Santiago…
- Bueno – repliqué yo, - Guadalupe tampoco está en El Camino, y también he estado allí. Por cierto, que me paso una cosa muy curiosa: me desvié del Camino para ir a ver la Virgen de Guadalupe, que es Hospital de Peregrinos y Hospedería, y tuve que dormir en el suelo, a la puerta del Monasterio, a los pies de San Francisco. Me dio mucha pena; y ahora, aquí, en Alba de Tormes, que también me desvié para ver el Sepulcro de mi Santa, Santa Teresa de Jesús; las monjitas tampoco han podido sellarme mi libro… ¡Qué desilusión!
La señora mayor estaba interesada en lo que le decía; parece que se condolió de mí, y me dijo, con voz muy dulce:
- Las hermanas no pueden, tienen voto; ellas están apartadas del mundo carnal, pero yo no. Dame tu librito y espérate un momento…
Se lo di; se entró para dentro del convento; yo me quedé sentado en el banco esperando…
Pasado un ratito, la vi acercarse, triunfante, me entregó mi libro y me dijo:
- No preguntes; todo arreglado; ya te puedes marchar, si quieres…, ¡ya puedes estar contento…!
Le di las gracias muy efusivamente, casi con lágrimas en los ojos, y me marché hacia la calle, nervioso, deseoso de ver lo que me habían escrito en el libro…
Cuando salí a la calle, abrí el libro, lo leí…, y se me saltaron las lágrimas…
Habían escrito: “Dios, y en Él todos los hombre, mas Él se hizo hombre por AMOR”. Firmado y sellado: MM. Carmelitas de Alba de Tormes, 7/7/99.
También habían puesto unas letras para mi hija Mari Jose: “Mari Jose: que San José te-os bendiga.
(Después de terminar el Camino, he preguntado a varios entendidos por la escritura de las monjitas: tienen unos rasgos comunes, que hacen de esa escritura que la llamen “mística”. Pues así lo escribieron, como, por otra parte, dicen que escribía Santa Teresa).
Creo que ese día fui muy completo. Yo tenía ganas de cantar, aunque sabía que mi cuerpo no se encontraba bien: seguí teniendo un “pelote” en el estómago, que no se iba ni intentando vomitar. Pero, en ese momento, me daba la sensación de que estaba “completo”. ¡Lástima que no podía contárselo a alguien…! De vez en cuando me daba pellizcos para saber si estaba durmiendo o despierto, si esto me estaba pasando a mí… Pero, no, no estaba durmiendo, estaba despierto y bien despierto, y con ganas de cantar y brincar…
En un escalón estaban sentados un matrimonio, o pareja; eran muy jóvenes, tendrían unos treinta años…
Me arrimé a ellos y les dije:
- Perdonadme, pero me ha pasado una cosa tan grande que tengo que contárselo a alguien…
Me senté en el escalón con ellos, que, sonriendo, me dijeron:
- Bueno, hombre, cuéntelo, si así se va a encontrar mejor…
Yo no sabía por donde empezar; pensé: “éstos van a pensar: este hombre está loco”. Comencé desde el principio, que venía desde Córdoba, a pie, sin dineros… que me habían sellado el libro de ruta y me habían escrito unas palabras para mi Mari Jose, que qué bien se estaba en la Iglesia del Convento…, la alegría que yo tenía, las ganas de cantar y saltar…, a pesar de que no me encontraba bien…
Yo no paraba de hablar; cuando paré un poco, me dijo la señora:
- Rafael, comprendo la alegría que tiene; es sensacional desplazarse desde tan lejos y, por fin, ver cumplido uno de tus deseos…
- Bueno – dijo el marido, - y ahora ¿qué va Ud, a hacer? ¿Se vuelve para Córdoba?
- ¡Qué va! Yo voy hacia Salamanca – tercié yo rotundo.
- Bueno, ya puestos, le llevamos nosotros a Salamanca – dijo el marido. – Tenga Ud. en cuenta que ya mismo va a anochecer, y le va a coger la noche por el camino…
- Hombre – me excusé yo, - no quisiera molestarles, pero si Uds. se ofrecen, no tengo más remedio que aceptar, por lo de la noche, y porque no me encuentro del todo bien.
- Eso – aseguró la señora, - seguramente, será de la emoción tan grande que ha tenido…
- Yo no creo en esas cosas – dije yo evasivamente, - pero a mí me pasa.
El marido me miró y me dijo alegre:
- ¡Estarás contento, eh, Rafael!
Se me saltaron las lágrimas. Les digo que llevo dieciséis días fuera de casa, y que me siento mal, me siento una cosa muy rara en el estómago. Me dicen que es de la emoción, yo digo que es de la tensión arterial, que la tengo muy alta, que debería tomarme las pastillas, y que no me las tomo, se me olvida. Me dicen que cuando llegue a Salamanca, que me tomen la tensión. Yo les dije:
- Pero – expliqué yo, - cuando yo tengo la tensión alta, me duele la cabeza y el pecho. Pero, los síntomas que yo que tengo ahora, son sólo ganas es de vomitar…
- ¡No vaya a vomitar en el coche…! - exclamó la señora.
- Pierda cuidado – rebatí yo; - no puedo vomitar; ya lo he intentado;
hasta me he metido los dedos en la boca, y no lo he conseguido…
La señora miró a su marido, seria, y le dijo:
- Vámonos, pero vas despacito, que este hombre está malo…
- Si – dijo el marido; - vamos despacio; de todas formas la distancia es corta, así que llegaremos pronto.
Subimos al coche y nos pusimos en marcha. La señora seguía dándome conversación, seguramente para me distrajera y no vomitara en el coche.
Me dijo que su marido trabajaba en un Banco en Salamanca, y que sus compañeros van a ir a Santiago; llevan preparando el viaje un año y cada día dicen que les falta alguna cosa para el camino. Termina la señora:
- ¡Lo que tiene que llevar es dineros, y lo que les vaya haciendo falta, lo van comprando por el camino… ¡Vamos a ver! ¿Como cuánto viene Ud, gastando a diario?
- ¿Yo? – pregunté desconcertado. – Yo nada; yo hice promesa de hacer el camino a pie, solo y sin dineros, ¡ni una perragorda! Ah, y de día, cuando el sol está calentando…
Mi respuesta les “pilló” descolocados. Se quedaron sin habla. Por fin, la señora se repuso, y propuso a su marido:
- Díselo a tus compañeros; que hagan el camino como este hombre, a pie, sólo y sin dineros y a pleno sol…
El marido miró para atrás, donde yo estaba, en el asiento trasero, y me preguntó asustado:
- Y, ¿cómo come Ud?
- ¿Yo? – respondí como si fuera lo más natural del mundo. - ¡Pidiendo! Como pidiendo, cuando como.
Insistió, pues no estaba convencido:
- Y ¿qué es lo más echa de menos?
- Un cuarto de baño – respondí sin titubear. – Una buena ducha, en condiciones, eso sí lo echo de menos…, ¡mucho! La comida, bueno, eso es menos importante; siempre hay alguien que da algo de comer. Mi lema es que los pajaritos son muy chiquititos y no se mueren de hambre…
La señora suspiró, miró a su marido y le dijo:
- No me canso de escuchar a Rafael. – Luego, volviéndose a mí, me dice: - Le prometo que yo voy a hacer el Camino de Santiago, pero, yo, con dineros; yo no serviría para pedir de comer..
- ¡Mujer! – aclaré yo, - nadie sirve para pedir, pero el hambre te agudiza el ingenio y te pone en la necesidad de hacerlo. Además, poco a poco, te vas acostumbrando y ya no te da vergüenza…
Ya no hablamos más. Íbamos sumidos en nuestros pensamientos; de vez en cuando me preguntaban cómo estaba. La señora repetía al marido: “despacito, no corras”. La distancia que hay entre Alba de Tormes y Salamanca es de unos ocho o diez kilómetros. A mí se me estaba haciendo interminable…
3ª Parte: Los Trinitarios
Por fin, me dejaron en Salamanca. Yo me encontraba regular, más bien, mal. Tenía fiebre, estaba tiritando y sudando. Me tuve que sentar en el escalón de la puerta de una zapatería. Tenía muchas ganas de vomitar, pero yo aguataba para no poner la puerta de la zapatería perdida…
Se me vino un vómito, luego otro, y otro… ¡Dios mío, qué malo me puse! Me había hecho caca también en los pantalones…, no tenía dónde lavarme, ¡qué malamente me sentía en ese momento…!
Vi y sentí que no hay humanidad, que a la gente le importas un comino; si alguien se muere en mitad la calle, ni lo miran.
Pasaba la gente por mi lado… Nadie me preguntó si estaba malo, nadie se interesó por mí. ¡Qué malamente me sentía!
Me puse a llorar. Nadie miraba, a nadie le importaba. Yo creo que si me hubiera caído al suelo, nadie se hubiera arrimado, ni por compasión…
Mucha gente que pasaba relativamente cerca, decían: “qué malamente huele, qué olor…”
Yo no sabía qué hacer. Los de la zapatería me estaban diciendo con los ojos: “vete ya”. Las miradas eran bien elocuentes. Las miradas no eran de lástima, sino de encono y asco. Me levanté y, antes casi de retirarme, echaron un cubo de agua, yo creo que, más que para quitar los vómitos, para que no me volviera a sentar más en el escalón. En ese momento me di cuenta de que no somos nada en esta vida: la gente que pasaba no le daba lástima de mí. Desde luego, estaba muy delgado, no me había lavado hacía ya tres días, estaba cagado de mierda, que me corría las piernas abajo, me había llenado una de las mangas con los vómitos… ¡Vamos, para no mirarme!
Me tuve que sentar de nuevo, esta vez en plena calle. Nadie se acercó a preguntarme si estaba malo.
Volví a vomitar de nuevo.
Pensé: “El Camino de Santiago ha terminado para mí”. Me acordé de Santa Teresa, lo bien que lo había pasado durante todo el día. No lo pensé más. Me decidí: “Me vuelvo a casa”. Pero, ¿qué hago? No tengo dineros, no conozco a nadie en Salamanca, yo estoy ahora mismo muy malito…
La gente que pasaba por la calle me miraba y no decían nada. ¡Lo que yo hubiera dado porque alguien me hubiera ayudado…!
Pensé en llamar a una ambulancia, que me llevara al Hospital, y, desde el Hospital que llamaran a mi casa, para que vinieran a recogerme… Estuve un rato pensando qué paso iba a dar. Volví a pensar que el Camino de Santiago había terminado para mí. Me quería autoconvencer dciéndome: “Yo lo he intentado. Es muy duro. Se terminó. ¡He llegado hasta Salamanca…! Cuando me ponga bueno, lo intentaré otra vez. Me encomendé a todos los santos para que me ayudaran en ese momento tan penoso. Me encomendé a mi Cristo de Gracia, de Los Trinitarios de Córdoba, a mi Cristo de Ánimas de San Lorenzo, a la Virgen de los Dolores…
Se me vino una idea a la cabeza: “Y si cojo un taxi y le digo que me lleve a Córdoba…” Esa idea no era buena: Yo no tenía dineros, y, sin dineros, no se puede ir a ningún sitio, y, menos, estando enfermo y sucio…
Otra idea que se me vino a la cabeza: decir que estaba malo (realmente lo estaba), que me llevaran a urgencias, sin decir mi nombre, y, cuando me curaran, me marcharía.
Yo seguía dándole vueltas a las ideas que me iban surgiendo, siempre sentado en la calle. De vez en cuando seguía vomitando…
Hoy he visto las dos caras de la vida: 1.- Estar inundado de alegría desbordante, y 2.- Sentirme derrotado, humillado y despreciado… ¡Con la ilusión que yo tenía por hacer El Camino de Santiago!
Eran cerca de las nueve y media del anochecer, y aún no tenía claro qué es lo yo iba a hacer.
Tenía la boca seca de tanto vomitar. En la botella de leche quedaba todavía un “culillo”. Me dispuse a beber para refrescarme la boca, pero me acordé: “Y si la leche se hubiera puesto mala…” Yo había estado bebiendo de ella durante casi todo el día… “Mira que si la leche se ha puesto mala y eso es lo que me ha producido todo esto…”. Así, pues, tiré la botella. Eso era lo único que tenía para pasar la noche… ¡Con todo lo malito que estaba, aún se me escapó una sonrisa, cuando pensé en los pajaritos, que eran más chiquititos que yo, y todavía no se ha muerto ninguno de hambre…!
“Dios mío, ¿qué hago?” Me encomendé a Él. “No sé ni en qué lugar de Salamanca estoy. Voy a preguntarle a un taxista si me quiere llevar a Córdoba, que, allí, en Córdoba, le pagaría, porque, aquí, no tenía dineros”. Yo seguía pensando que era una locura, pero me aferré a esa idea como a una tabla de salvación. “Tengo que intentarlo”.
Me levanto del suelo, y a una pareja que me estaba mirando, le pregunté dónde había una parada de taxis. Me contestaron:
- Al final de la calle. ¿Ve Ud. esa Iglesia? Bueno, pues es la Iglesia de Los Trinitarios. A continuación, hay una parada de taxis.
- ¿Qué dice Ud.? ¿Los Trinitarios? – grité yo, emocionado. – Gracias, Dios mío, gracias.
Y empecé a llorar desconsoladamente. ¡Esa era mi salvación!
Se acercaron varias personas y le preguntaban a la pareja de jóvenes que qué es lo que me pasaba, que por qué lloraba…
- ¡No lo sabemos! Nos ha preguntado dónde había una parada de taxis, y, cuando le hemos dicho que pasando Los Trinitarios, se ha puesto a llorar. Parece que ha sido la palabra “Trinitarios” la que le ha hecho ponerse a llorar…
Seguía aumentando el grupo, y todos preguntaban lo mismo: “Qué es lo que pasa con ese hombre que está llorando”. Unos a otros se explicaban que parecía ser que al nombrarle Los Trinitarios, este hombre se había puesto a llorar desconsoladamente. Un hombre que estaba por allí con su señora, comentaba que, al principio creían que estaba borracho, pero que luego me vieron una botella de leche, y se dijeron: “entonces, no está borracho, a ese hombre le pasa algo…”. Y que, cuando el joven le indicó el lugar de la parada de taxis, pasando Los Trinitarios, y se puso a llorar, entonces, ya nos dimos cuenta de que estaba malo y quería ir a Los Trinitarios.
Todos me preguntaban a la vez: “Pero, hombre, diga Ud. qué es lo que le pasa para que podamos ayudarle…”
Yo no podía contestar…; tenía un nudo en la garganta. ¡Aquello que me estaba pasando era muy fuerte! ¡Hace un momento, nadie me miraba, aunque me estuviera muriendo como un perro, y, ahora, todos me querían ayudar. ¡¿Cómo puede cambiar tanto la gente en tan sólo unos minutos…?¡ ¡No comprendo este mundo cómo es!
En ese momento de mis pensamientos acongojados, vi la luz. Me vino a la mente el recuerdo de un pueblito chiquito de Badajoz, donde el párroco me dijo que me encomendara a la virgen titular del pueblo: Nuestra Señora de los Milagros, que esa advocación era muy milagrosa y que podía sacarme de más de un atolladero. Y así ha sido. ¡Bueno!.; yo no sé si ha sido La Virgen de Los Milagros la que me ha ayudado…; pero que me han ayudado, ¡desde luego que sí!
Desde este momento se me ha quitado el miedo, veo, sé, percibo, “siento”, que no voy sólo por El Camino. ¡Hay mucha “gente” que, desde el cielo, me están ayudando.
Mientras yo pensaba en todo esto, tan bonito, la gente seguía hablándome, hasta que alguien me tocó en el hombro diciéndome:
- ¡Que le estamos hablando, y no nos contesta…!
- Perdonadme – pude yo expresar, dejando de llorar, aunque sollozando; - ¡es que lo que me ha pasado es muy fuerte! Estoy haciendo El Camino de Santiago; ahora me han traído desde Alba de Tormes, de ver el sepulcro de Santa Teresa; cuando he llegado a Salamanca, me he puesto muy malito; no conozco a nadie en Salamanca…, y no sabía qué hacer…
La gente se miraban unos a otros. Yo continué:
- Algo me habrá sentado mal de lo que he comido – expliqué yo, - que ha sido un bocadillo de tortilla francesa, que me dieron, o bien la botella de leche, que, también me dieron. Preguntaba por un taxi para que me llevara a un Hospital, y, miren qué milagro ha hecho Dios, que me dicen que Los Trinitarios están ahí al lado. Yo soy Trinitario (saco de mi macuto el Escapulario Trinitario y lo enseño al corrillo que se había formado a mi alrededor).
La gente comentaba: “¡La casualidad de ponerse malo en la puerta de Los Trinitarios…!”
Ahí empezaron una serie de comentarios: unos decían que me habían estado viendo vomitar, otros que creían que yo estaba borracho..
De la zapatería me sacaron un banquillo para me sentara. Otros se ofrecían para llevarme al Convento de Los Trinitarios…
Doy mi palabra de honor de que se me volvieron a saltar las lágrimas, por las muestras de atención que me prodigaron, y de alegría, porque “la gente no es tan mala como yo pensé en un momento de angustia…”
Agradecí a todo el mundo su ofrecimiento, pero les dije que no quería que me ayudaran, que eso tenía que hacerlo yo sólo, porque sólo estaba haciendo El Camino.
Repetí las gracias y me dirigí hacia el Convento de Los Trinitarios. Cuando estaba llegando, volví la cara hacia atrás, y, todavía, estaba el “corrillo” charlando.
Llegué al Convento. Había una cancela; la crucé y me encontré con un camino de unos cien metros, con árboles a ambos lados. A su término, había una escalinata de más de veinte peldaños. Una vez subida, se entraba en la Portería, propiamente dicha, en la que existía una ventanita a la derecha. En la parte izquierda había una puerta más grande, que daba a la Iglesia adyacente; una puerta provisional, hasta que terminaran la que estaban construyendo nueva.
Cuando me vieron cómo yo iba, cómo olía, y vomitando, me miraron sobresaltados.
El portero, que resultó llamarse Julio, me miró, de nuevo, de arriba abajo. Yo les dije:
- Soy Trinitario, y estoy enfermo.
Les enseñé el Escapulario Trinitario (Cruz Roja y Azul). Me dijeron:
- Pero, hombre de Dios, ¿de dónde sales así?
Yo no pude hablar, por me dio un vómito. Yo llevaba el Escapulario en la mano; lo vieron. El hermano Portero, Hermano Julio, me dejó sólo en la portería. Yo pensé que había ido a llamar a un superior, pero regresó muy pronto, diciéndome con convicción:
- Le vamos a dar una cama, y, ahora, llamaremos a un médico para que le vea…
Yo seguí vomitando de vez en cuando; pero, ahora estaba empezando a estar contento: ¡no me veía tirado en la calle…!
- Rafael – me dijo el Hermano Julio, - vamos a lavarte un poco; bueno, un poco, no, ¡mucho! ¿Tú puedes solo, o te ayudamos?
- Creo que puedo yo sólo – contesté vacilando. – De todas formas, si necesito algo, ya llamaré. ¿Vale?
- De acuerdo – terminó él.
Sin mediar palabra, se acercó a mí, me agarró con una mano por la cintura, y, con la otra, cogió mi otra mano y se la echó al hombro, para así poder llevarme mejor. Me dijo:
- Rafael, vamos despacito, que hay que subir una escalera…
- Pero, hermano – me rebelé yo, - ¡se va Ud. a poner perdido! ¿No ve que estoy todo sucio de vómitos y de mierda?
De su boca no salió una palabra; seguía llevándome casi en volandas. Cuando llevábamos un pequeño trecho, se paraba y preguntaba:
- Si te mareas, lo dices, y nos paramos un ratito.
Poquito a poco fuimos subiendo las escaleras. Cuando llegamos a la primera planta, nos paramos un poquito, y me dijo:
- Subimos otro poquito más y ya llegamos.
Seguimos subiendo despacio, hasta llegar a la segunda planta. Anduvimos un poquito, y, señalándome una habitación, me dijo:
- Ea, ésta es su habitación, la nº 70 de la segunda planta. El cuarto de baño lo tiene Ud. aquí, al lado, muy cerquita. Vaya aseándose, que yo le voy a traer una muda para cuando termine.
- Muchas gracias, Hermano; que Dios se lo pague…
¡No podéis imaginaros lo que yo sentí cuando me vi debajo de una ducha! ¡Qué alivio, qué alegría, qué contento! No paraba de dar gracias a Dios, en mi interior, porque, otra vez, había escrito derecho con renglones torcidos.
Esta ducha ha sido para mí la más deseada, la que me ha hecho más feliz. Creo que podréis imaginar fácilmente lo que significa para una persona sucia, maloliente, con toda la ropa “mojada”, poderse quitar toda la porquería, el mal olor, y sentirse “seco”.
No sé el rato que me estuve enjabonando y debajo de la ducha, quieto, sintiendo caer el agua por mi cuerpo.
Salgo de la ducha y me encuentro una toalla grande y una muda colocadas encima de una silla.
Me sequé y me coloqué los calzoncillos y la camiseta de tirantes, que me había puesto el Hermano Julio.
En ese momento recordé lo sucedido en Navalmoral de La Mata; igual fue aquella noche en casa de la familia que me acogió. No me perdonaré nunca el no haberles preguntado sus nombres. Sólo sé el nombre de la preciosa niña de tres añitos, su hija, y que fue el origen del contacto inicial: Altair. ¡Nunca olvidaré lo que hicieron sus papás conmigo!
Recogí mi ropa sucia, y me fui para el cuarto que me habían dicho. Me metí en la cama, me tapé con una sábana, y, al momento, vino un Hermano, que, muy cariñosamente, me dijo:
- ¿Ud. es Rafael, verdad? El Hermano Julio me dijo que se ha puesto Ud. malo en la puerta de casa. Le he traído un tazón de caldo…
En esto entra también el Hermano Julio, que me dice jovialmente:
- Ahora parece otra persona…
Yo no paraba de darle las gracias al Hermano Julio, pero él me cortó diciendo:
- ¡Venga, Rafael! Tómese este tazón de caldito y se sentirá mejor.
Yo me incorporé un poco, y el Hermano Julio me puso una mano sujetándome la cabeza, y, con la otra mano, me iba dando cucharaditas de caldito. El caldo era de cocido, con mucha hierbabuena, y con mucho jamón picado también, y un par de yemas de huevo. El caldo, como se dice en estos casos, estaba ¡que resucitaba a los muertos!
Cuando terminé el caldo, me dijo el Hermano Julio:
- Rafael, ahora descansa, que cuando llegue el médico vendremos con él, para que te examine.
Cuando yo me encontré en la cama, limpio, con ropa limpia, y el estómago calentito, y que no estaba tirado en la calle, ¡no pude remediarlo, me puso a llorar! ¡No me da vergüenza decirlo! ¡Estas cosas no se pueden apreciar hasta que no le pasan a uno!
Yo no hacía más que pensar quién sería el o la que me había hecho el milagro. Yo me había encomendado a todos…
Lo primero que se me vino a la cabeza fue lo que me dijo el Párroco de un pueblecito de Badajoz, ( salamea ) cuya patrona es Nuestra Señora de los Milagros. Recuerdo que me dijo:
- Rafael, si durante tu camino te vieras muy necesitado, pídele ayuda a la Virgen de los Milagros, que te escuchará. No le pidas nada más que uno.
Yo, humildemente, creo que fue esta Virgencita la que me escuchó y me ayudó…
Dándole vueltas a estos pensamientos, me quedé dormido, no me desperté en toda la noche. Recién duchado, limpio, el caldito…
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