CAPITULO 16 DÉCIMOSEXTA ETAPA

De Plasencia a Béjar

Cuando termino mi aseo y estoy dispuesto a iniciar mi ruta, me indicaron la dirección de La Jarilla.
¡Otra vez la carretera! ¡Tenía que tomármela con paciencia! Así, pues, inicio de nuevo el camino, sin prisa pero sin pausa.
Paso por Oliva de Plasencia…, La Jarilla…, Gargantilla… Todos estos pueblecitos tienen en común que hay varias fábricas de chaquetones y abrigos de piel de conejo, que, luego en los comercios, valen una pasta.
Ahora tengo que llegar a Aldeanueva del Camino, pero hay un puerto…
Yo iba con cuatro muchachos de unos veinte años; ellos me comentaron que se iban por El Camino Romano. Yo les dije que iba hacia Alba de Tormes, a ver el sepulcro de Santa teresa de Jesús. Nos separamos.
Yo ya me iba “poniendo malo”… ¡Tenía que subir el puerto de Béjar! Mirabas para las montañas y veías lo coches como puntitos… ¡Uff!. Dejé de mirar los coches; sólo miraba la carretera, y, cuando llevaba un buen rato andando, miraba hacia atrás y veía lo que había dejado atrás, me daba un alegrón. Cunado llevaba un rato caminando, me paraba a descansar, me fumaba un cigarrillo… Y así repetidas veces. Ya me estaba dando alegría, porque me decía, ya pronto llegaré a Aldeanueva del Camino…
Y llegué a Aldeanuela del camino. Vi un letrero que me supo a gloria. Era el nombre de una fuente. ¡Qué alegría! Aligero el paso hasta la fuente. Meto mis manos en el agua fesquita…, ¡qué alegría! ¡Sí, de verdad! ¡Nadie sabe la alegría que es para un caminante encontrarse con una fuente con mucho agua…! ¡Mira que lo he repetido veces…, pero no me cansaré de repetirlo: ESO HAY QUE VIVIRLO!
Lavo mi ropa y la tiendo en unos cordeles que puse de árbol a árbol. Luego, metí mis pies en el agua y me los “curé”. Ya he repetido varias veces cómo era la cura. A mí no me dolía, pero para las personas que lo desconocían, les parecía que debía doler, y, más que todo, el color de la mercromina, que podía parecer sangre, y que, para algunos, podía ser desagradable. La cura era simplemente recortar los pellejillos de las vejigas que se habían ido reventando durante el camino, o de las antiguas; pero no duele.
Cuando estaba terminando de ponerme la mercromina, antes de ponerme unos calcetines limpios, “siento” llegar un camión pegando muchas explosiones en el motor. Me hizo mucha gracia, porque daba la impresión de que estaban tirando cohetes. El camión se paró al lado mismo de la fuente; se bajó el camionero. ¡Eso no era un hombre! ¡Lo que salía por su boca! Blasfemaba contra Dios, la Iglesia y todos los Santos. Me miró, y habló como para él mismo:
- El camión se ha parado. ¡En un calentón de éstos, me lo cargo!
Yo, para entablar conversación, tanteé el camino:
- Esas explosiones del motor es cosa eléctrica, ¿no?
El hombre miró, miró al camión y, todavía cabreado, respondió:
- ¡Eso es de todo!
El hombre se vino para mí, me dio un cigarro y se sentó en el brocal de la fuente a esperar que se enfriara un poco el motor del camión para poder echarle un poco de agua.
Cuando me vio los pies, me preguntó:
- Amigo, ¿de qué es eso?
Yo le contesté sonriendo:
- Eso es que vengo desde Córdoba andando. ¡Es que estoy haciendo El Camino de Santiago de Compostela! Cuando he subido el puerto y he visto esta fuente, no he podido resistirme a lavarme bien los pies y curármelos, y, así, descanso un ratito.
- ¡Esos pies se los tiene que ver un médico! – me aseguró. - Debe Ud. ir lo más pronto posible a un médico, antes de que se le infecten los pies…
Yo casi no podía aguantar la risa; por supuesto, no le dije que era mercromina lo que parecía tan escandaloso. El hombre, que me estaba viendo sonreír, me dijo serio:
- ¡Cojones, cómo tiene los pies! Eso no es para reírse…
Cuando se enfrió el motor, se acercó al camión para echarle agua. Yo me puse también de pie para verlo más de cerca, pero simulando que me dolían los pies…, haciéndome el cojo.
Cuando me vio cojear, me dijo con tono inquebrantable:
- Yo lo llevo a Béjar, y que lo vea un médico.
Yo juré y perjuré que no podíamos subirnos a coches ni a camiones, ni a ningún otro medio de transporte, que teníamos hecho juramento de ir a pie y que de otra manera no valía… Yo no sabía ya qué decirle, y él “empestillado” en que me tenía que llevar.
En medio de toda esa discusión, me dio la mitad de su bocadillo, me dijo que se llamaba Felipe, que me llevaba a Béjar en el camión, yo que no… De pronto, se quedó pensativo, serio, y me habló:
- Rafael, mi mujer es una beata, y mi suegra más todavía; si yo le digo que he visto a un peregrino con los pies llenos de sangre de tanto andar y que no lo he subido al camión, me tengo que divorciar…
- Mire, Felipe – atemperé yo. – Esto no es sangre, es mercromina; que sí, que parece sangre, pero no lo es; es sólo mercromina…
- Si, sí – me arguyó él. – Eso me lo dice para conformarme y no lo lleve. Pero, ¿Ud. no comprende que esos pies no están bien?
- Que no, Felipe – repliqué yo. - Que es la verdad.
Así seguimos un buen rato hasta que, de pronto, me hizo un trato:
- Rafael, le juro que si me deja que lo lleve a Béjar, que hay nueve kilómetros, el domingo voy a Misa, que hace ya años y años que no voy…
Cuando me dijo que iría a Misa si me dejaba llevar, me entró un escalofrío por todo el cuerpo. No pude por menos que responderle:
- Felipe, ¡tienes una forma de convencer a la gente, que ya, ya…! ¡Vámonos cuando quieras!
Recojo mi ropa y todo mi equipo, me subo al camión. Cuando arrancó, le dije, en plan de cachondeo:
- ¡Suena muy bien el motor, eh!
- Eso es lo que dicen mis amigos para cachondearse de mí – exclamó.
Fuimos contando chistes hasta Béjar. Cuando llegamos, me apeé del camión y, al despedirme de él, me dijo:
- Rafael, soy un hombre de palabra y, lo que le he prometido, ¡lo cumplo!
Se marchó el camionero y yo me quedé pensando para mí “las cosas que me estaban pasando”.

Serían las seis de la tarde cuando me dejó mi amigo Felipe. Terminé de comerme el medio bocadillo que Felipe me había dado. No sabía para dónde tirar; me daba igual. Pregunté a unos chavales qué es lo que había en el pueblo de Béjar digno de verse. Me dijeron que en Béjar hay muchos ciclistas internacionales, pero lo más interesante es la Ermita de Nuestra Señora del Castañar, que está a las afueras del pueblo, pero que hay un paseo desde la Plaza Principal hasta la Ermita, que sirve de paseo a todo el pueblo.
Yo, naturalmente, fui a visitar la Ermita. Desde la Plaza, era un paseo muy lindo, agradable, abigarrado de gente. Todo el mundo hablaba de ciclismo, ya que ellos tienen a su ídolo, Roberto Heras, que es natural del pueblo, y que estaba participando en el “TOUR” de Francia.
La Ermita era pequeña, pero muy bonita y muy concurrida, principalmente por sus alrededores.
Después de dar muchas vueltas por el pueblo, me propongo hacer lo de siempre: buscar un sitio para pasar la noche.
Paso por una tienda de informática, que se llama “Nuestra Señora del Castañar”. Entro para que me sellen el Compostelano. Me lo sellan muy amablemente. Cuando salgo, veo enfrente el Ayuntamiento. Pienso: ”Mañana me llegaré a sellar el librito”.
Cerca había unos jardines con muchas personas paseando. Busco un banco, como siempre, y dispongo mis cosas para dormir. Como siempre, el macuto me servía de almohada, y, el resto, mi bastón y lo que me quedaba de leche en una botella que me habían dado, en el suelo, debajo de mí.
Me echo en el banco y me pongo a esperar a ver si me pasaba otra vez igual que en Navalmoral de La Mata. Pero la gente no pasaba por donde yo estaba, y los que pasaban cerca, ni siquiera miraban.
Me estaba quedando dormido, cuando me llama un señor con el uniforme de guarda, preguntando:
- ¿Ahí va Ud. a pasar la noche?
- ¿Es que no puedo dormir aquí? – pregunté a mi vez.
- Si, sí – me explicó, - lo que pasa es que nosotros cerramos el parque a las once y lo abrimos a las ocho de la mañana. Si se queda a dormir aquí, no puede salir hasta mañana a las ocho. Si quiere quedarse, no hay problema, yo doy parte, y, aquí, no le molesta nadie; pero, claro, tiene que esperar por la mañana hasta las ocho.
El hombre se notaba que estaba descontento y trataba de ayudarme. Añadió:
- De todas formas, ahí fuera hay bancos iguales que éstos, pero no se cierran. Si quiere Ud. irse allí…, ¡como quiera! Ud. hace lo que mejor le convenga…
Me levanto, recojo mis cosas y me dispongo a irme. Me dice:
- ¿No quiere dormir encerrado, eh?
Yo no respondí nada; sólo lo miré y me salí del jardín. (El jardín sería como el “Campo de la Merced” de Córdoba, rodeado de vallas todo alrededor y unas cancelas muy bonitas).
Busqué un banco todo corrido y me iba a aposentar cuando me di cuenta que cerca de allí había unos gamberros fumando unos porros.
Me fui a otro más retirado, que estaba cerca de un bar. Cuando llego, me quedo mirando: frente a mí había una Iglesia o Convento. Tenía una puerta grande y tres o cuatro ventanas. A cada lado de la puerta había dos macetones grandes. Para acceder a la puerta grande, había una pequeña escalinata, con dos tramos de escalones de unos seis o siete escalones cada uno. En medio, como un descansillo bastante amplio, antes del último tramo de escalones para llegar a la puerta grande.
No lo pensé más. Subí al descansillo, retiré un poco un macetón, y, en el espacio entre el macetón y la pared del convento, puse mi saco de dormir, me metí dentro, cerré la cremallera y dormí como los ángeles… Allí sí que no me molestaba nadie…

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AGRADECIMIENTO ESPECIAL

A: Alfonso Leon Luque, Por la correccion de todo el texto.