De Navalmoral a Plasencia
Me despertó un penetrante olor a café; exquisito olor, que “resucita a un muerto”.
Abro los ojos, y, a través de una de las ventanas, cuyos postigos estaban abiertos, y que daba a la cocina, veo al marido de la señora, que estaba haciendo café.
- ¡Cómo huele! – dijo yo, inspirando profundamente.
- Vaya que sí - respondió él, sonriendo. - Buenos días, amigo Rafael. ¿Ha dormido Ud. bien?
- Bueno días. Como yo digo siempre: “como un lirón” – contesté yo.
- Mire, Rafael; - me explicó él - le estoy preparando el desayuno a mi señora, café y unas tostadas. Es que hoy es domingo y yo tengo la costumbre de subirle todos los domingos el desayuno a mi señora a la cama. Luego, me voy a Misa; ella no puede venir ahora, porque tiene que quedarse con el bebé. Luego, a la tarde, va ella y yo me quedo con las niñas.
- ¿Hoy es domingo? Y ¿qué hora es? – pregunté atropelladamente.
- Bueno, todavía es temprano; - respondió él, tranquilizándome - son las nueve y cuarto, y la Misa es a las diez; todavía hay tiempo.
- ¡Me gustaría ir a Misa con Ud. Así la escuchamos los dos juntos! – decidí rápidamente.
- Por mí no hay inconveniente – terminó él. – Vaya aseándose, que enseguida bajo y le preparo unas tostadas, antes de irnos a Misa.
Me aseé rápidamente; estaba limpio de la noche anterior, y no tenía que afeitarme…
Cuando bajó el marido, me dijo:
- ¿Cómo quieres las tostadas, - me estaba tuteando – muy hechas o poco hechas, con mermelada o con mantequilla…?
- Como Ud. quiera – yo no me atrevía aún a tutearlo. – Como Ud. tenga costumbre de tomarlas.
Yo me pellizcaba de vez en cuando para ver si era realidad lo que me estaba pasando, o que estaba soñando.
Termino de desayunar, cojo mi macuto, mi bastón y me preparo para salir. En ese momento me dice el marido:
- Mi mujer me ha dicho que te ha puesto ahí dos camisas para que te las lleves.
Yo se lo agradecí y le conté lo de la ropa que mandé a Córdoba para evitar peso en el macuto. Le dije que le diera las gracias en mi nombre y un besito a las niñas.
- ¡No se preocupe; yo se lo diré – me aseguró.
Nos vamos a oír Misa; por el camino me va contando que querían hacer El Camino, pero, claro, ahora con las niñas chicas…; así que cuando las niñas fueran un poco mayores, lo harían. También me cuenta que son profesores, que tienen una Academia de Inglés y Francés, y que se dedican a dar clases.
Así llegamos a la Parroquia de San Andrés. Le digo que me gustaría que me sellaran mi libro; entramos en la Sacristía; el Párroco se llama Juan. El Padre Juan, muy amablemente, me escribe en el compostelano:
“En Navalmoral de la Mata, a 4 de julio de 1999 pasa Rafael Rodríguez Carreras. Aunque parezca inútil tu caminar, tú vas abriendo camino, otros lo seguirán. Lo firma: Juan de la Fuente. Sello de la Parroquia de San Andrés”.
Oímos Misa; al salir me presentó al Sr. Lirón, dueño de la joyería y a algunos amigos de la familia.
Yo estaba emocionado cuando le dije:
- ¿Cómo puedo darle las gracias por todo lo que han hecho Uds. por mí?
- ¡Muy fácil! – me contestó - ¡me das un abrazo y le rezas un Padrenuestro a Santiago por mí y mi familia!
- ¡Eso, dalo por hecho! – conseguí balbucear, casi llorando, dándole un sentido abrazo de eterna gratitud.
Se quedó allí con sus amigos, y yo tomé el camino de Plasencia.
No quiero pecar de ¿? ¡Lo bien que se camina limpio y con ropa limpia, oliendo a limpio. Te cunde más el caminar, no te duele nada, vas contento, tiene ganas de cantar, y…, lo más importante: no tenía hambre!
Volví a darle gracias a Dios por lo bien que me había acogido esta familia de Navalmoral.
La carretera no tenía cuestas, ni para arriba, ni para abajo.
Paso por delante de la Central Nuclear. Me digo a mí mismo que no me gustaría vivir por allí, con la Central tan cerca. Luego, yo mismo me reñía: “mira que soy quejita; nunca ha pasado nada, y no va a pasar ahora”.
Yo iba así hablando sólo, caminando todo el día, hasta que, por fin, llego a Plasencia.
Plasencia, más que un pueblo, parece una capital.
Pregunto dónde está el albergue, que me habían dicho que era muy bueno; me indican dónde está; voy en su busca, y me paso de largo. Vuelvo a preguntar por el albergue, y me dicen: “Se lo ha dejado Ud. atrás”.
El albergue era de una sola planta, con una reja y una cancela muy bonita. Atravieso la cancela y, a la derecha, había un patio muy grande, y, al fondo, un comedor, que estaba lleno de personas cenando.
Me quedé un poco perplejo, sin saber qué hacer. Oigo una voz que me dice:
- Espere un momento, por favor. Ya mismo le atendemos. Siéntese en uno de los bancos, y espere un momento que se despeje esto un poco.
Enseguida me atendieron. Me tomaron los datos. Me preguntaron:
- ¿Ha cenado Ud.?
- No. – respondí
- Pues, pase Ud. al comedor y le daremos de cenar – me invitaron.
- Gracias.
Me senté en una de las mesas. Se me acercó un señor de unos cuarenta años, que dijo llamarse Javi, y me dijo:
- Yo ya he cenado, pero me vengo aquí contigo para hacerte compañía mientras cenas.
Yo le di las gracias. Vino una señorita y me sonrió preguntando:
- ¿Le parece bien una tortillita y fruta?
- Si, señorita – contesté, - lo que Ud. quiera.
- Verá Ud. – arguyó la señorita; - aquí hay comida de sobra, por eso queremos que vea Ud. que no le damos sobras.
Javi intervino:
- Aquí se está estupendamente, y se come muy bien.
Cuando terminé, me levanté de la mesa; Javi cogió mi plato y lo llevó a una ventanita que daba a la cocina. Me decía por el camino:
- Conforme vamos terminando de cenar, nosotros mismo vamos llevando los platos a la cocina…
Me fijo un poco en Javi, y veo que tiene la barriga muy hinchada. Le pregunto que de qué era y me dice que es que tiene un quiste y no quiere operarse porque le da mucho miedo. Nos salimos hacia el patio, me desabrocho la camisa y le enseño a Javi una cicatriz que yo tengo en la barriga. Le digo:
- Mira, Javi; esta cicatriz es también de un quiste que yo tenía, como tú; me operó el Dr. Cobos, y me quedé como nuevo.
- ¿Dónde te hicieron la operación? –Inquirió anhelante.
- En Córdoba – respondí yo, - en el Reina Sofía.
Empezamos a hablar, se fueron acercando otras personas y la charla se generalizó. Cada uno iba contando sus vivencias, sus historias, las injusticias de la vida o de la mala gente que hacía que personas que tenían mucho dinero, de la noche a la mañana, se vieran en mitad la calle, pidiendo limosna en una esquina; historias de personas salidas de la cárcel, que habían perdido a toda su familia, que se veían en la calle por no matar a su mujer, lo que llaman un “desgraciao”. En fin, historias que harían las delicias de un guionista de cine. Pero yo pude comprobar, que cuando le abres el corazón a este tipo de personas, los ves llorar mientras cuentan sus problemas…, ¡son realmente dignos de lástima ¡Aquella noche fue propicia para las confidencias…!
Por supuesto, no es necesario que diga que no voy a contar ninguna de las historias que escuché, porque son personales, y contadas al hilo de la emoción, como una terapia de consuelo para muchos. Podría dar nombres, direcciones…, pero ¡no quiero romper su intimidad! Además, ¡dimos nuestra palabra de que no se contaría nada de lo que allí se dijo!
Sin embargo, hago un llamamiento a aquellos indigentes que aquella noche estuvieron presentes en “las confidencias”: si alguno de ellos lee este relato, le ruego se ponga en contacto conmigo, por mediación del e-mail, o correo electrónico, que figura en mi página; me gustaría saber de ellos, cómo les ha ido, y, si puedo ayudar a alguno de ellos…
Voy a contar una pequeña anécdota que me ocurrió en el albergue. Lavo mi ropa y la tiendo en unos tendederos que había. Me siento a leer una revista mientras se secaba la ropa; así estaba yo al cuidado de mi ropa.
Después de más de dos horas al cuidado de mi ropa, me dicen:
- Rafael, ¿te vienes a dar una vuelta por Plasencia?
- No puedo – respondí yo, - he lavado la ropa y hasta que no se seque y la recoja, no me puedo ir…
- ¿Qué estás al cuidado de esa ropa que está tendida? – Me preguntaron con bastante sorna.
- Si - respondí yo sin saber a qué venía la guasa.
- ¡Venga ya, hombre! – me dijeron en serio. – Tírala; mañana vas al ropero y coges la que necesites, nueva, limpia y planchada. ¡Hay de todo! Ésa, la puedes tirar si quieres.
Dudé un poco, pero me fui con ellos, a la espera de la mañana siguiente, a ver si era verdad lo del ropero. Eso me facilitaría las cosas.
Me convencieron con el siguiente razonamiento:
- Rafael: que no se te olvide: ¡un pobre no roba a otro pobre! Si quieres recoger luego tu ropa, ahí estará, porque nadie la tocará.
Eso me caló hondo. Una lección más que aprendí. Me pareció que hacía el ridículo dejando mi ropa secándose, pero no lo pensé más y me fui a dar una vuelta rápida por Plasencia, ya que era tarde y había que dormir, porque, al menos yo, estaba cansado.
Volvimos pronto, y cada cual se fue a su colchón para dormir.
Recogí mi ropa, pero no la guardé en el macuto; la dejé fuera para que terminara de secarse bien.
Luego me fui a tomar una ducha. Los cuartos de baño eran impresionantes. El agua salía calentita, aunque con mucha fuerza. Me sequé a conciencia y me preparé para acostarme.
Navalmoral de la mata
Ordené un poco mis cosas y me metí entre las sábanas; no tenía ganas de nada; sólo quería dormir…
Hola Rafael hoy he llegado hasta aquí, me ha encantado tu aventura y de la manera que cuentas las anécdotas del viaje. Has sido muy valiente, y hasta ahora va bien la cosa. Ya lo dejo por hoy, estoy cansada, ojala duerma como un lirón como tu dices. En cuanto tenga un poco de tiempo sigo tu relato. Un saludo paisano.
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