CAPITULO 10 DÉCIMA ETAPA

De Miajadas a Trujillo


Cuando me desperté, el bar seguía cerrado; seguramente estarían de vacaciones. Me dirigí a otro bar que había cerca, para que me sellaran el Compostelano, y para pedir un poquito de café. En el bar no tenían sello, pero sí me dieron un poquito de café y dos magdalenas.
Allí me pusieron el cuerpo malo. Me dijeron:
- Amigo, nada más salir de aquí viene el Puerto de Santa Cruz.
Se me descompuso el cuerpo. Yo le eché la culpa al “jartón” de churros del día anterior. Pero le eché valor y me puse a caminar. Tardé en subirlo más de cuatro horas. No era tan duro como me habían dicho. O es que como lo habían pintado tan mal, ya tenía hecho el cuerpo y me pareció menos duro de lo que esperaba.
Seguí caminando y llegué a Santa Cruz de la Sierra. Me detuve en un bar para que me llenaran una botella de agua. Habían un hombre mayor, que me miraba con interés. Se decidió y me preguntó:
- Perdone, señor, ¿está Ud. haciendo El Camino?
Le miré con interés y le respondí con franqueza:
- Sí, señor; en ello estoy.
- Hombre, por favor – me suplicó, -¿quiere ud. decírselo a mi hijo y a mi nuera?
Llamó a su hijo y a su nuera; venían discutiendo.
- Dígaselo, dígaselo – me apremió
- ¡Bueno; no hay mucho que decir: vengo desde Córdoba a pie haciendo El Camino, y sin un céntimo en el bolsillo. Y acabo de llegar a este pueblo, después de subir ese “mardito” puerto…
- ¿Veis? – decía el hombre mayor discutiendo con los hijos.
Yo no entendía nada, así que pregunté:
- Pero, bueno, ¿qué es lo que pasa? ¿Por qué discuten Uds.?
Me explicaron que el padre quería hacer El Camino, pero que los hijos no le dejaban; decían que era ya muy mayor: tenía sesenta años. Él argüía que disponía de dineros para poderse ir pagando pensiones y restaurantes, sin necesidad de tener que dormir en el suelo, al raso, ni comer de limosna. Pero, nada, los hijos seguían diciendo que no.
Les enseñé los pies, cómo los llevaba; me sacaron un cubo de agua caliente para que me los aliviara. Yo les contaba que mi familia tampoco quería que yo hiciera El Camino. No me creían capaz de hacerlo; creían que a la semana no llegaría el volverme a casa…
- Y ya ven, aquí estoy, cansado, sudado, con los pies “reventaos”, pero siguiendo El Camino, durante dos semanas ya. Y, si Dios quiere, espero llegar a Santiago.
Me querían dar de comer; yo les dije que no, que había devuelto durante la subida del puerto (imagino que serían los churros del día anterior), y tenía el estómago revuelto. Sólo agua.
Me dispuse a continuar mi camino, me despedí de los tres y les reiteré las gracias por las atenciones recibidas. El señor mayor no se cansaba de repetirme:
- Por favor, récele a Santiago un Padre Nuestro por mí, y dígale que yo sí quiero ir, pero mis hijos no me dejan.
- Pero, ¡bueno, si ése es su deseo – tercié yo, -¿por qué no le dejan que lo cumpla? ¿Qué de mal puede haber en El Camino?. ¡Vamos, anímese y véngase conmigo, si ya lo tiene todo preparado…! Yo lo tenía todo preparado desde hacía casi dos años antes…; imagino que Ud. también lo tendrá ya todo preparado.
- ¡Bueno, si ése es tu deseo tan fuerte…! – apostilló, vencido, el hijo -Pero eso tenemos que prepararlo con tiempo! Haremos la ruta, estableceremos los alojamientos, llamando previamente y reservando, iremos estableciendo dónde puedes parar a comer; procuraremos que las etapas no sean muy largas… Así si te dejaré ir, aunque vayas solo, como este hombre, que ¡ya le ha echado valor! Pero te llevas un móvil, y, a la más mínima, me llamas y voy a recogerte, ¿eh?
Al hombre se le iluminó la cara; me miró con un aire de infinito reconocimiento, y aceptó sin decir palabra; de todas formas, no podría, ya que estaba tan emocionado que en cualquier momento rompería a llorar.
Volví a darles las gracias; intercambié un apretón de manos y me puse a caminar en dirección a Trujillo.
Llevaba caminando como unas dos horas, se para un camión delante de mí; se baja su conductor. Cuando yo llegué a su altura, me dice:
- ¡Ud. es el cordobés que está haciendo el Camino de Santiago!
- ¿No se nota? –me guaseé
- Mire – me replica anhelante, -he estado comiendo en el Bar de Manuel, y me han contado que Manuel va a hacer El Camino gracias a Ud. ¡Con las ganas que él tenía…! ¡Y Ud. lo ha conseguido…!
- No tiene importancia – me resté mérito; - yo no he hecho nada; sólo que han visto que yo tengo la misma edad aproximadamente y que vengo desde tan lejos, y eso les ha hecho ver que también su padre podría hacerlo. ¡Allí se quedaron haciendo planes…! Mi ejemplo es el que les ha convencido.
- Me alegro por Manuel; ¡es una buena persona! – me daba palmadas en la espalda. Me he parado porque me dijeron en el Bar que había salido Ud. de allí con dos cigarrillos que le habían dado…
- Pues, ya no me queda ninguno… - interrumpí yo.
- ¡Bueno! Pues aquí tiene Ud. un paquete entero, para que se lo fume Ud. a la salud de Manuel, y éste otro, a la mía, y este melón para que lo disfrute cuando su estómago esté más tranquilito… Y pídale Ud. al Santo por mi, por mi gente… ¡Gracias, amigo!
Y se montó corriendo en el camión (yo creo que alguna lagrimilla se le estaba cayendo…)
Le despedí con la mano y lo seguí con la mirada. ¡Qué cosas tiene la vida! Bueno, la vida, también; pero esto son “Cosas del Camino”.
Así, pues, de no tener tabaco, ahora me encuentro con dos paquetes de Ducados y con un melón para cuando tenga hambre…
A eso de media tarde, llegué a Trujillo. No sabía qué hacer con el melón; yo no tenía ganas de comer nada, porque tenía el estómago estragado, pero tampoco quería tirarlo.
Al entrar por una de las calles del pueblo casi tropecé con una niña de unos nueve años, de ojos negros y pelo castaño, que me miró sorprendida, y luego miró el melón.
- ¿Lo quieres? – se me ocurrió la solución. – Tómalo; yo no sé qué hacer con él. Toma, anda, llévatelo a tu casa y así lo aprovecháis…
La niña lo tomó con cierto recelo, pero como vio que yo no hice ningún movimiento, en cuanto lo tuvo en su poder echó a correr calle abajo. Yo sonreí y suspiré aliviado. No lo había probado, pero tampoco se había desaprovechado.

Pregunté si había algún albergue; me llevaron hasta la puerta, pero estaba aún cerrado, porque era aún temprano. Me senté en el escalón de la puerta. Enfrente había un restaurante; me acerqué y pedí algo de comer. Me dieron una Viena abierta rellena de macarrones con tomate. Como siempre, me senté a comerme el bocadillo de macarrones en el suelo, en la puerta del restaurante.
De pronto, no sé por qué, se me saltaron las lágrimas, ¡vamos, que me puse a llorar a lágrima viva! ¡Bueno, sí sé por qué! ¡Yo nunca he podido comer macarrones! ¡Siempre me han dado muchísimo asco, desde que, siendo niño, vi, en La Cruz Roja, sacar de la sala de operaciones una bandeja con tripas y carne de algún operado! (Posiblemente lo llevarían urgente a analizar y yo estaba en el lugar equivocado a la hora inoportuna…). Eso me impresionó mucho, tanto, que nunca he querido probar los macarrones. ¡Y ahora estoy comiendo un bocadillo de macarrones, sentado en el suelo…! “Si me vieran algunos…”
Cuando terminé de comérmelo, me levanté, miré al del Bar, que me estaba observando, y le volví a dar las gracias. Luego lentamente, fumando un cigarrillo, regresé a sentarme en el escalón del albergue.
Al cabo de bastante rato abrieron el albergue, una muchacha de unos venticinco años. Yo fui el primero que entré, claro, no había nadie más esperando. Me dieron una cama, y me indicaron dónde estaban las duchas. Me “escamondé” bien y me recreé bajo la ducha un rato… ¡Qué delicia! También lavé, ahora a conciencia, toda la ropa sucia que llevaba y, luego, la tendí para que se secara.
En el ínterin, entró un muchacho, al que yo conocía del albergue de Peñarroya. Nos saludamos. En eso viene la señorita y nos pregunta si íbamos a comer, que lo que había de cena era un par de huevos fritos con patatas y un vaso de leche. Yo le dije que me habían dado un bocadillo de macarrones en el restaurante de enfrente, que sólo comería unas patatillas y el vaso de leche.
La verdad es que no me apetecía comer nada; así que me tomé el vaso de leche, y mi compañero se comió mis patatas fritas y las suyas.
Una vez satisfechos, pedimos un tablero de “parchís” y estuvimos jugando hasta que decidimos irnos a dormir, ya que estábamos cansados.
Llevábamos ya un buen rato durmiendo, cuando nos despertó un alboroto y voces. Miramos: era la policía municipal de Trujillo que llevaban al albergue a un borracho, recogido de la vía pública, que estaba pidiendo limosna. Lo obligaron a ducharse, le dieron de comer, y lo acostaron.
Yo le dije a uno de los policías:
- A ver se nos deja dormir ya, que estamos muy cansados del viaje…
- ¡No se preocupe! – me respondió – La ducha para estas personas es medicina santa.
En efecto, así fue; no se le oyó en toda la noche; al menos, yo no oí nada. Dormí profundamente y de un “tirón”.

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AGRADECIMIENTO ESPECIAL

A: Alfonso Leon Luque, Por la correccion de todo el texto.