CAPITULO 27 VIGÉSIMO SÉPTIMA ETAPA

De Rabanal del Camino a Ponferrada

Me levanté temprano y me dispongo a salir de los primeros. Serían las ocho de la mañana.
Me fui despacito, sin prisas, para que el tobillo no me doliera…
Cuando llevaba unas dos horas andando, atravesé una aldea abandonada; las casas estaban derrumbadas, no vivía nadie allí. Vi una cruz de madera .y pensé que sería la famosa Cruz de ferro. Pasó un grupo, les pregunté y me dijeron que no, que esa no era la Cruz de ferro. Me dijo una mujer:
- Ya la verás, peregrino, y la conocerás; por cierto, si vas a coger una piedra no la cojas muy grande, porque, desde que la cojas, no puedes soltarla…
Le dije que me explicara eso, que yo no conocía esa tradición. La mujer me informó:
- Mira, eso es una costumbre ya bastante antigua, que se había ido pasando de unos peregrinos a otros. Tú coges una piedra, antes de llegar a la Cruz de ferro, y, una vez hayas llegado a ella, tienes que subir y soltarla a los pies del Cristo, en el montón de piedras que ya hay.
Le di las gracias, y yo me rezagué…, no quería seguir andando a aquel ritmo, por la pierna y por mí.
Pasó otro grupo de peregrinos y yo les pregunté:
- ¡Qué! ¿Ya tenéis las piedras?
- Si, ya las tenemos – me respondieron, enseñándome las piedras.
Yo cogí un piedra regular, la metí en mi macuto, y seguí caminando.
Yo iba caminando a mi ritmo; de pronto, una nube de millones de moscas se vinieron hacia mí; me paré para quitármelas; no podía, eran demasiadas, ya digo, eran millones. Me puse el sombrero en la cara, para evitar que me entraran en la boca y en los ojos. Yo oía gritos de la gente que me decía:
- No te pare, no te pares; corre, corre.
Yo corrí, corrí como un loco, y, de pronto, lo mismo que habían venido de golpe, se fueron, también de golpe, en busca de otros peregrinos que me seguían.
Yo los miraba, y no me lo creía; cuando llegaban a mi altura, comentábamos lo desagradable que era, ¡tantas moscas por todas partes! A mí no me picaron, pero las moscas son asquerosas siempre, y, más, en esa cantidad.
Me hubiera gustado comprender por qué habíamos sido atacados por un enjambre de moscas; yo preguntaba, pero nadie sabía responderme.
Comienzo a subir una cuesta muy pendiente. Yo no veía ningún peregrino…; ¡caramba, pues sí que han corrido…! Cuando estoy en lo alto veo a lo lejos una vereda, por donde iban todos los peregrinos; ¡todos, menos yo! ¡Por gil….! ¡Qué coraje! ¡Como me gusta ir solo…!
Después de mucho andar, llegué a la Cruz de ferro. La famosa Cruz de ferro, es un poste de madera de unos cinco metros, parece ser que la madera es de roble (eso me dijeron), y está coronado por una cruz de hierro.
En la base, un cerro de piedras, traídas, una a una, por los peregrinos del Camino de Santiago. (Ver foto)
Yo saqué mi piedra del macuto, subí a lo alto del cerro de piedras y allí
la d.eposité. Le hice una foto. . En su lugar, y como afortunadamente, estaba allí la pareja de la guardia civil, les rogué que me escribieran en el libro, y así lo hicieron. Por cierto un miembro de la pareja era una chica, joven y muy guapa. También le hice una foto.
La guardia civil me dijo:
- Todo el mundo conoce la Cruz de ferro, pero no saben que está en el monte Irago…
La guardia civil me escribió en el Compostelano:
“Para un cordobés con mucha ilusión y fuerza de voluntad, que disffrute del camino y todo le vaya bien. Lo firma: Anabel Jastiny”
Su compañero me escribió:
“Que el Apóstol te de fuerzas y te acompañe para poder terminar feliz tu peregrinaje. Lo firma y rubrica: ilegible. Manjarín, 21-7-99”.
Yo no había visto nunca la cantidad de besos y abrazos que se dan los peregrinos, cuando depositaban la piedra que habían traído, en el monte Irago.
Yo también me emocioné, pero no tenía a nadie a quien darle un beso y un abrazo. No me faltaron las ganas de dárselo a la guardia civil, pero no me atreví.
Desde el monte Irago, las vistas eran preciosas. Algunos peregrinos decían que el punto más alto del Camino de Santiago, era aquel monte Irago. Otros comentaban que la cruz era para cuando estaba todo nevado, que los peregrinos pudieran orientarse y no perder el camino. Otros comentaban, que , hace ya mucho tiempo, un rey dio una orden para eximir del pago de impuestos a aquel peregrino que clavara cien estacas en el camino, para mejor señalarlo.
Ya era tiempo de continuar el camino.
Comienzo a caminar, de nuevo; como casi siempre, me arrimo a los grupos grandes de peregrinos y procuro enterarme de lo que hablan sobre el camino. Así me entero de que, hasta Ponferrada, el camino es todo cuesta abajo, y que había que tener listas las cámaras de fotos, ya que los paisajes serían de ensueño.
Así, pues, inicio el primero el camino, delante de varios grupos; ya me adelantarían. No olviden que estamos en el punto más alto de Galicia.
Miro todo lo que abarca la vista de la carretera; no se ve a nadie. Yo iba muy pendiente; en una curva de la carretera, había un camino; me senté en una piedra y me fumé un cigarrito, esperando hasta que viniera alguien que supiera el camino que teníamos que coger.
Veo venir dos matrimonios; cuando llegan a mi altura, me preguntan:
- ¿Qué, nos vamos por la carretera o por el camino?
- Hombre – respondí yo con sorna, - uds. han venido haciendo el camino de Santiago, no la carretera de Santiago….
Nos reímos. Continuaron la broma:
- ¡Es verdad!- Pues yo estoy como uds. – continué ya serio. - ¡No sé para dónde

tirar! .
Así que se detuvieron allí conmigo, esperando que viniera alguien que conociera el terreno.
Al rato, llegaron unos chavales y nos preguntaron lo mismo.
Ahora fue el marido de una de las señoras la que le dijo al muchacho lo que yo le había dicho antes sobre el camino y no carretera de Santiago. Yo lo miré de guasa y le dije:
- Eso no vale, eso ya te lo había dicho yo a ti antes…
Así nos juntamos allí doce o catorce peregrinos, sin saber qué hacer.
Llegó otro grupo numeroso y no nos dijeron nada. Entonces, uno del grupo nuestro, les preguntó si teníamos que seguir el camino o la carretera.
Uno de ellos se volvió y le contestó:
- ¡No, hombre! El camino está más abajo y está señalizado.
Todos dijimos “menos mal”, y le dimos las gracias. ¡Anda, que si nos vamos por este camino…, Dios sabe dónde apareceríamos!
A los que estaban conmigo les conté cuando me equivoqué de carretera, en Guadalupe, que cogí la de Talavera en lugar de la de Navalmoral de la Mata, y llegué hasta Alía, y allí me “derrumbé”, y cómo me “salvó” la guardia civil, porque tenía que ir cerca de Navalmoral. Lo tuve que contar un montón de veces.
Poco a poco, me fueron adelantando, y me quedé sólo atrás. Vi un camino a la derecha de la carretera, y lo tomé.
El camino era estrecho; era una vereda; en caso de venir varias personas, habrían de ir caminando en fila india. Los árboles cubrían el cielo; a los lados todo era matorral y flores. Era como un túnel de verde y flores.
De vez en cuando oía voces; eran grupos que me seguían; me paraba y los dejaba pasar. Todos iban maravillados con la hermosura de aquel túnel de flores y verdor. De nuevo, me quedaba solo.
De vez en cuando se oía el ruido de los coches; es decir, que la carretera corría más o menos paralela y cercana al camino.
Crucé más de veinte arroyos; bueno, arroyitos. Unos tenían un piedra en el centro, para pisar y no mojarse; otros tenían dos o tres piedras; otros, no tenían ninguna, porque no era necesario.
Así iba pasando el tiempo; yo seguía como en un sueño, y me quedaba extasiado cuando veía una alfombra de flores…
Llevaba ya bastante rato solo, cuando oigo una campana chiquita, como si fuera un cencerro de una vaca. La campanita se para; al ratito, la oigo otra vez. Me senté en una piedra y me fumé un cigarro, intentando pensar. Pienso: “Puede ser un macho que traiga un rebaño de cabras”. Yo empezaba a estar un poco “acojonao”. Y, ahora, no pasaba nadie.
Me hago el valiente, y sigo caminando, oyendo la campanita de vez en

cuando. .
De pronto, desemboco en un descampado y veo una casita de campo, muy bonita, y un señor, vestido de caballero de la Tabla Redonda, con una cruz en el pecho y una espada enorme al cinto. Parecía un guerrero de los “tebeos” del Guerrero del Antifaz. Este guerrero es el que tocaba la campanita, sentado a la puerta de la casa, cuando veía venir un grupo de peregrinos.
Había cuatro o cinco guerreros más vestidos con los cascos y el traje de mallas y sus inseparables espadones al cinto.
Me acerco al que tocaba la campanita y le pregunto que por qué tocaba la dichosa campana. Me responde que para comunicar a los ángeles que los que vienen son cristianos y no enemigos. Le pregunto a otro que quiénes eran, y me dice que son los guardianes el Camino de Santiago… A mi me dio la sensación de estaban un poco “piraos”: esa forma devestiry esa forma de hablar… Le pregunto a uno:
¿Cómo te llamas?
Su altanera respuesta fue:
- Ramón de Palacios y Alcántara, pobre caballero de Cristo, Templario.
Le pregunto si me podían dar un poco de agua y me responden:
- Llénala tú mismo en el ese venero que ves allí.
El tal venero más parecía un charco; manaba muy poca agua. Me fijo un poco más, y ¡horror!, allí había un bicho grande y negruzco, más feo que el demonio. Parecía una salamanquesa gigante, pero negra. No lo podía creer. ¡Y me había dicho el tipo ese que llenara yo aquí mi cantimplora…, ¡ni muerto! .
Le dije que yo no llenaba allí mi cantimplora; el caballero me declaró con voz engolada:
- Caballero, eso que veis ahí es una salamandra, la mascota de los Guardianes del Camino, y que está ahí, precisamente, para evitar que envenenen el agua… .
Otro de los caballeros intervino para invitarme a comer la comida que estaban guisando: arroz con hierbas y huevos. Yo, cuando vi. el pero, le pregunté si no le habían echado aceite, ni tomates, ni ajos. Me dijeron que no tenían; que lo guisaban con lo que tenían, que era arroz y unas hierbas del campo; que si no lo comías cuando lo guisaran, lo comerías después, cuando tuvieras hambre.
No quiero seguir insistiendo sobre este tema, porque, realmente, estaban locos. Yo también estaba loco, pero, loco por irme de allí. Pero, mira por dónde, me dijeron que me tenía que quedar con ellos; me quitaron el macuto, y me iban a dar una vestimenta de templario y un espada. Yo creía que todo era cachondeo, y me reía, pero, poco a poco, me iba dando cuenta de que ellos obraban con el convencimiento de que yo me iba a quedar con ellos.
Yo empecé a tener un poco de “canguelo”, porque yo no sabía hasta dónde podían llegar estos “caballeros”. Yo estaba loco por irme de allí, y no hacía nada más que darle vueltas a la cabeza, a ver por dónde podía agarrarme para salir airoso de aquel envite.
Al cabo de un ratito, vi venir un grupo de peregrinos; luego supe que eran vascos. Me arrimé a uno de ellos, y le conté lo que me estaba pasando, que, por favor, me sacaran de allí, y que mi macuto me lo habían quitado para que no me fuera, y que me iban a dar ropa de templario, como la de ellos.
El vasco, Dios lo bendiga, me miró asombrado, para comprobar en mi cara que lo que le estaba diciendo era verdad. Me debió ver la cara de “acojonao”, por lo que, rápidamente, tomo una decisión:
- ¡Ostiaaas! ¡No te preocupes, cordobés, que te vamos a sacar de aquí! Anda, vete p’allá, para la carretera, y, por allí, nos esperas…
Se fue en busca de su mujer, que iba con otros dos compañeros; estuvo hablando en vasco con ellos; luego, se vino otra vez para mí y me dijo que bebiera de una bota de vino que llevaba; yo bebí y nos pusimos a cantar; me echó el brazo por encima del hombro, como si me conociera de toda la vida, y nos fuimos carretera abajo, como si estuviéramos un poco “pasaos”.
Cuando los “caballeros templarios” se dieron cuenta de que yo me iba, me llamaron a grandes voces: .
- Cordobés, ven; no te puedes ir; ven que tienes que hacer el juramento…
Mi amigo vasco y yo seguíamos retirándonos del lugar, casi corriendo. Cuando ya estábamos bastante lejos, nos paramos a espera a sus compañeros. Me dijo el vasco:
- Bueno, aquí ya no nos pueden hacer nada, así que vamos a esperar a mi señora, que vendrá detrás con tu macuto…
Nos sentamos y le estuve contando que venía desde Córdoba, a pie y sin una perragorda, haciendo el Camino, y alguna de las “aventuras” que me habían sucedido. Le di, de nuevo las gracias, por haberme sacado de entre las manos de aquellos locos… Lo que yo sentía era haber perdido mi macuto… Me dijo el vasco que yo no conocía a su mujer…, que ella venía, seguro, con el macuto, aunque hubiera tenido que pegarle un par de “ostias” a aquellos esperpentos, si se hubieran puesto chulos. Vamos, que era seguro que el macuto lo cogía la Manuela y se lo traía… ¡ya lo verás!
Echamos varios tragos de la bota; por cierto, que el vinillo, aunque flojo, no estaba nada mal; vamos, que estaba bueno.
Cuando pasó un buen rato, vino la Manuela con el resto del grupo de Bilbao. Venían comentando lo locos que estaban aquellos hombres…
Yo pregunté por mi macuto; uno de ellos lo traía a la espalda, ni siquiera se habían dado cuenta de que se lo habían traído. Entonces, el marido de Manuela, le comentó en tono jocoso:
- Manuela, decía el cordobés que tú no te traías el macuto…
Ella se tensó un poco y dijo desafiante:
- Si me dicen algo, me traigo el macuto y a su padre…
He de decir, en honor a la verdad, que yo he limpiado el vocabulario de la tal Manuela, y del vasco, aunque menos; Manuela tenía un vocabulario que no tenía nada que envidiar a la más bestia de los carreteros. Pero, luego, era una bellísima persona; a mi me dieron la vida. ¡Que Dios se lo pague! Continuamos riendo de las ocurrencias de Manuela y de los otros.
Me dieron mi macuto y me invitaron a comer unos bocadillos de chorizo y de panceta, que estaban “divinos”, y más con el hambre que tenía…, regándolo con el vinillo ese de Bilbao. Estuvimos cantando un poco rato, y, luego, decidimos continuar camino hacia Ponferrada.
Una vez llegados a Ponferrada, pregunté si había albergue. Fui a la dirección que me indicaron. El albergue tenía una puerta de entrada muy chiquita y unas escaleras muy estrechas. Tomaron mis datos y me dieron una cama, bueno, una cama, no, una colchoneta. Sobre la colchoneta ponías tu saco de dormir, y, hala, ya estás averiguado.
Me dijeron que Ponferrada tenía un antiguo castillo de los Templarios.Decidí ir a visitar el dichoso castillo; . el camino era todo llano, no había cuestas, y eso hacía más fácil el andar.
Ponferrada es pueblo muy bonito y muy moderno. Visité el castillo, que era precioso, digno de verse. La gente contaba muchas historias sobre el castillo y los Templarios, los que se autodenominaban “Guardianes del Camino”.
Los peregrinos estábamos todos eufóricos, porque aquel día no había habido cuestas…
Pero, en todas partes, hay siempre metepatas. A uno se le ocurrió decir:
- A partir de aquí van a venir todas las cuestas juntas…, Piedrafita…, ¡tela!, y, para echar las papillas el de Cebreiro, aquí mismo, en Ponferrada…
¡Gracioso que era el muchacho…!
Visité también la Iglesia de La Virgen de la Encina.
Regresé al albergue, “hice mi cama” y me acosté. El albergue estaba hasta los topes. Aquella noche dormí más bien poco, pero, al menos, estaba a cubierto.
En Ponferrada hasta que mi Mari José dé a luz
Cuando iba a iniciar el camino para El Bierzo,. Me entero de que mi hija Mari José ha ingresado en en Reina Sofía para dar a luz.
Me vuelvo para el albergue y digo que tengo que quedarme hasta saber si mi hija, que estaba ingresada en la Residencia Reina Sofía de Córdoba, había dado a luz, y si todo había salido bien…
Me dicen en el albergue que no podía quedarme, que lo sentían mucho, pero que iba contra las normas el albergar a una persona dos noches, ya que, como peregrinos, llegan, se aloja y, al día siguiente, se marchan.
Me fui a hablar con el alcalde; hablé con su teniente de alcalde, que era una señora, pero, nada; que no podía quedarme…
El Ayuntamiento tenía una escalinata de mármol, muy ancha, y muy bonita. Me senté en un escalón y dije que de allí no me iba hasta que me atendieran.
Vino la policía; les expliqué el asunto; se comportaron muy correctamente conmigo; comprendieron que no era un capricho, que era algo importante…
La misma policía me llevó en su coche a un campamento con tiendas de campaña. Las tiendas eran de seis personas. Me dieron una plaza en una tienda y me dijeron que me tendrían informado de todo lo fuera sucediendo en el Hospital reina Sofía de Córdoba.
Le hice una foto al camino donde escuche la campanita..
De vez en cuando, decían por los altavoces: “Para el padre de Mari Jóse, que todavía sigue entera, que no ha dado a luz…”
Los campistas me preguntaban que qué le pasaba a mi hija; yo tuve que responder un montón de veces, que estaba ingresada en el Hospital para dar a luz, y que yo estaba a la espera del resultado….
Por lo visto, desde el propio campamento, estaban en contacto con Reina Sofía, por lo que, por megafonía, lo decían a continuación, para que yo me enterara..
No os podéis imaginar la que se lió en el campamento, todos venían, me saludaban, y preguntaban:
- ¿Qué, Rafael, pare la niña, o no pare…?
Yo respondía siempre lo mismo:
- ¡A ver si Dios quiere…! Otros venían y comentaban:
- Bueno, Rafael, cuando esto termine, lo celebraremos, ¿no?
- Pues, ¡claro que sí! – exclamaba yo.
En el campamento había más de doscientas personas.
Por fin dijeron los altavoces del campamento: “Aviso para Rafael, el padre de Mari Jóse; su hija ha dado a luz un niño, que está muy bien, y ella también está muy bien”.
Aquello fue el delirio; las palmas echaban humos desde todas partes; todo el mundo se arremolinó a mi alrededor, felicitándome y dándome la enhorabuena…
En la cantina, yo compre dos botellas de vino tinto y una botella de gaseosa y fui invitando a todo el que venía a felicitarme.
Al rato, oímos la sirena de la policía que venía a todo trapo al campamento; preguntaron por mí, nada más entrar. Cuando me localizaron, me dijeron que todo había salido muy bien, que era un niño y que todos estaban bien. Que venían a comunicármelo para que estuviese tranquilo.
Yo les di las gracias, pero les dije que ya lo sabía, que lo habían dicho los altavoces del campamento, y que ya lo estábamos celebrando, que si querían tomar parte, aún quedaba algo para ellos. Me dieron las gracias, se rieron, y se fueron.
Poco a poco, se fue serenando el campamento; yo me metí en la tienda, “hice mi cama” y me acosté. Aquella noche, dormí a gusto.


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AGRADECIMIENTO ESPECIAL

A: Alfonso Leon Luque, Por la correccion de todo el texto.