De Astorga a Rabanal del Camino
Cuando amaneció y fueron saliendo de la tienda, les comenté a los muchachos los olores y pedos que había en la tienda. Por eso me tuve que salir a dormir fuera. Los muchachos no se lo creían, no se acordaban de nada.
La sorpresa fue cuando vimos que de una colchoneta se había levantado la “novia” de uno de ellos: ¡habían dormido juntos…! ¡Y nadie se había dado cuenta! Nos reímos; lo importante era pasarlo bien, y, nosotros, lo pasábamos bien en estos ratos.
Tuve que atravesar Astorga para tomar la dirección de Ponferrada. Creo que Astorga es una de las maravillas más bellas del Camino de Santiago.
Yo, que estaba acostumbrado a ir por la carretera solo, me encuentro ahora con que la carretera esta abarrotada, atiborrada de peregrinos… Vienen en grupos de treinta o cuarenta; van bastante más deprisa que yo, me adelantan…
Realmente, en la carretera, había cientos de peregrinos, por no decir miles… (soy de Córdoba, y dicen que los cordobeses somos “mu exageraos”).
Un muchacho de Madrid, que iba haciendo el camino solo, se me acercó y me preguntó si yo quería que él se viniese conmigo, y así no íbamos tan solos. Le dije que sí, que a mi no me importaba; ahora bien, que supiera que yo iba despacio.
Así, pues, se puso a mi lado e reiniciamos el camino juntos. Yo le iba contando mis vivencias del camino, todo lo que me había pasado en el camino. Él escuchaba con mucha atención, y, de vez en cuando, me preguntaba: “¿Cuándo nos va a pasar algo para que yo pueda contarlo…? Yo le respondía que las “cosas pasan cuando menos lo esperes”.
El muchacho me invitó a un café y una tostada. Después continuamos el camino juntos, pero yo me di cuenta de que hacía esfuerzos por no ir más deprisa, se retenía: mi paso no era el paso del muchacho (¡creo que no llegaría a los veinte años!).
Le indiqué varias veces que se marchara con cualquier grupo de jóvenes que iban a un paso más rápido que yo; que yo no tenía prisa, ni quería ir más deprisa…
Pasó un grupo de chavalas, y, ya, no se lo pensó más; se fue con ellas. Me había dicho muchas veces:
- Rafael, ¿no te enfadarás si me voy con otros peregrinos…?
- Que no, chiquillo, que no – respondí yo; - tú lo que tienes que hacer es irte con cualquier grupo que vaya a tu ritmo; tú no puedes sujetarte al ritmo de un viejo…
- ¡Pero tú no eres un viejo!
- ¡Hombre! ¡En comparación contigo, claro que soy un viejo…! Y no te preocupes por mí, que yo estoy bien, y sigo mi camino a mi ritmo.
Y se fue; lógico. Yo comprendí que el paso de la gente joven no es el mío. Yo iba andando, pero ¡no iba muy a gusto!
Me pasaban “miles” de peregrinos.
Al poco alguien dijo que nos fuéramos preparando, que se acercaba el primer puerto que teníamos que subir, el famoso puerto de Piedrahita; luego vendría el puerto de Cebreros, pero antes teníamos que atravesar El Bierzo..
Yo me iba haciendo el cuerpo poco a poco. ¡Después de haber subido tantos puertos, yo ya no me asustaba tan fácil!
Yo iba caminando, y, la verdad, iba encantado: yo no había visto en mi vida tanto peregrino. Como ya he dicho me adelantaban grupos de treinta o cuarenta.
Mira que iba despacito, mirando el camino, pero cuando está de Dios… Me ocurrió un percance, que, gracias a Dios, no fue nada, pero me asusté bastante. Iba caminando, pisé una piedra, como tantas otras había pisado, y, no sé por qué, se me dobló el pie, y me causó un dolor tremendo en el tobillo izquierdo; tanto es así, que no podía andar…
Todos los peregrinos que pasaban, miraban y me decían:
- Cordobés, ¡eso tiene mala cara!
La verdad era que yo no podía dar un paso, yo iba enganchado a mi bastón como podía, apoyándome totalmente, pero, claro, así es muy difícil progresar.
Me cansaba y me sentaba al borde del camino, y veía cómo iban pasando los grupos de peregrinos. Yo lo intentaba de nuevo, pero… ¡era imposible! No podía, ni siquiera, apoyar el pie en el suelo. ¡Era un dolor insoportable!
Veo venir cuatro chavalas; una de ellas venía cojeando. Cuando llegaron a mi altura, y vieron cómo tenía yo el tobillo…, se echaron las manos a la cabeza.
La niña lo tenía igual; se sentó en la misma piedra donde yo estaba sentado, y nos quedamos allí en la esperanza de que vendría a recogernos una ambulancia.
Las otras niñas se fueron hacia el albergue de Villacanes.
¡Me hubiera gustado que nos hubieran visto: los dos (la niña y yo) agarrados a los bastones, intentando andar! Todos los que pasaban, preguntaban y se compadecían, pero seguían su camino. Muchos de ellos nos decían:
- Hemos visto ocho o nueve peregrinos así, como vosotros, cojeando…
Así intentábamos seguir el camino; faltaban unos ocho kilómetros para el albergue. ¡Eso, para nosotros, en nuestro estado, era mucho!
De pronto se paró a nuestro lado un coche Renault 4 L; se baja un hombre de él, se viene hacia nosotros dos, que seguíamos cojeando, y nos dice:
- Soy el Párroco de Cacauelos, y vengo recogiendo a todos los que están cojeando, ya que este camino tiene muchas piedras sueltas, y todos los días ocurren muchas torceduras. Así, ¡hala, sentaos por ahí, que voy a miraros cómo tenéis los pies…
Le vio el tobillo a la niña, le untó una untura, y se lo vendó, y le anticipó que, seguramente, tendría que dejar el camino, aunque, claro, para saberlo seguro, tendrían que hacerle unas radiografías…
Después me examinó a mi el pie, también me untó de la misma untura, y también me lo vendó; me dijo lo mismo, que tendrían que hacerme una radiografía…
Después nos ayudó a subir al 4 L y nos llevó al albergue, en Rabanal del Camino.
El albergue era un portalón muy grande; entrabas y era como una calle empedrada; tenía como dos naves, una a cada lado de la calle. El suelo de las naves era de parquet, de madera, pero no tenía camas; había que dormir en el suelo, cada uno en su saco. Esto era el dormitorio de peregrinos.
Frente a este albergue, había otro, pero éste de pago. Se llenaron ambos. Estas cosas no se pueden explicar, sólo vivirlas..
Le hice una foto al albergue donde me quedé, el que era gratis.
No volví a ver a la niña que se vino conmigo en el 4 L; posiblemente estaría en el albergue de pago… (¿?)
Estaba yo sentado en la puerta del albergue, charlando con unos cuantos peregrinos, cuando apareció una furgoneta. Tocó una trompeta, y empezaron a salir peregrinos a comprarle pan…, ¡a montones! Yo también compré; al cabo de media hora vendiendo pan, yo me di cuenta de que la gente que compraba el pan no se retiraba, se quedaban alrededor de la furgoneta.
El vendedor, toca una campana, cierra la puerta de atrás, abre la puerta de un lateral de la furgoneta, y se comienza a vender fruta; yo compré unos tomates para comerlos con sal.
Estaba aquello gracioso: el vendedor vendiendo y los peregrinos alrededor, comprando. Me divertía la forma de vender. Pero, claro, yo quería comerme los tomates, y le dije a uno: “Me voy”. Me dijo, convencido: “Espérate, Rafael, a que toque el pito”. Yo me quedé asombrado, y aunque no sabía por dónde aparecería la cosa, decidí esperar. Oía a los peregrinos decir insistentemente: “Toca el pito ya, tócalo ya…”
Al cabo de un ratito, sacó un pito, como el de los árbitros de fútbol, y dio varios pitidos. La gente se puso en cola; yo también. Cerró la puerta lateral de ese lado; se fue hacia el otro lado de la furgoneta y abrió la otra puerta lateral del furgón, y comenzó a vender chacinas, embutidos…
Yo felicité al tendero; ¡era el negocio padre!
También compré un tetrabrick de leche y un poco de jamón Cork.
Cuando ya hubo terminado de vender, se sentó a nuestro lado, los que estábamos en la puerta charloteando, a fumarse un cigarro.
Volví a felicitarle por la forma tan simpática de vender, y tan original. Desde luego, yo no había visto nunca esa forma de vender. Nos dijo que esa forma se le había ido ocurriendo después de mucho tiempo de estar vendiendo y formarse los líos que formaban. Así, de esta manera, no se está haciendo varias cosas a la vez, con lo que “algunos” se te van sin pagar, otros se enfadan por la tardanza…, en fin, que ahora se hacen las cosas por orden, y, cuando se termina una, se comienza con la otra. “Como no hay nadie nada más que yo, tienen que esperar a que llegue el momento de cada cosa”, terminó.
Yo le pregunté:
- Bueno, y, si alguno llega tarde, ¿qué hace?
- ¡Hombre! Cuan ya no hay bulla, ya no me importa vender lo que quieran a dos o tres personas. Lo malo es cuando hay un montón de gente…; no puede acudir a todos, así que ¡por orden!
Nos reímos. El tendero terminó de fumarse su cigarro, cerró bien la furgoneta, se despidió y se fue.
El albergue esta en el llanete de un cerro; la carretera pasaba por la puerta del albergue… Allá al fondo de la cuesta, en bicicleta, vemos a un peregrino subiendo, escalando como si fuera haciendo una carrera. Pregunté quién era aquel hombre, y me dijeron que estaba un poco “majara”.
En ese momento, se acercó a mí la muchacha que vino conmigo en el 4L, porque había allí un coche para llevarla a El Bierzo para escayolarle el pie; la había visto un médico y le había prohibido seguir haciendo el camino. Ella me había visto y venía a despedirse.
El médico también se me acercó, y me preguntó cómo tenía el pie. Le dije que yo no me dolía. Me dio un bote de untura para que me la untura en caso de que me doliera. (La verdad era que me seguía doliendo, aunque menos. Pero, nada más pensar que me echaran para atrás…, ¡no quería ni pensarlo!).
Aquella noche dormimos regular; me dormí pensando en que, al día siguiente, vería la famosa “Cruz de ferro” o “Cruz de hierro”. Pero eso ya es otra historia…
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