De Arzúa a Arca
Cuando me levanté, seguía lloviendo y hacía mucho aire. Yo pensaba si no hubiera sido mejor haber dado por terminado mi camino de Santiago, precisamente en Santiago, en el Clínico…
Conforme voy caminando, me adelanta un grupo de peregrinos. Un hombre que iba entre ellos me dice:
- Oiga, ¿le pasa algo?
¡Yo iba llorando!
- ¿Qué le pasa, amigo? – insistió el hombre
Se acercaron varios peregrinos. Yo me volví a ellos y les dije:
- Es que voy malo…
- ¡Tú eres el cordobés al que dieron la habitación de invitados en Arzúa! - Dijeron varios al mismo tiempo.
No tuve más remedio que asentir:
- Sí, es cierto…
Les doy mi Compostelano, y, cuando leen de dónde vengo, más de cuarenta días andando, más de 1.300 kilómetros recorridos…, y, además, la orden del médico para pernoctar en los albergues con reposo absoluto… ¡No se lo creían! Me miraban como si yo fuera un torero…
Yo, seguía preocupado porque no me encontraba bien. Les dije:
- No me encuentro bien, y no conozco a nadie por aquí…
Ellos se volcaron todos conmigo y me repetían:
- ¡No se preocupe! Ya nos conoce a nosotros; somos de Teruel…
No me dejaban caminar solo. Yo les decía:
- Pero, vosotros no podéis caminar a mi ritmo; yo voy muy lento, y no quiero entreteneros. Seguid a vuestro ritmo, ya nos veremos en el próximo albergue, en Arca…
Menos mal que me hicieron caso, y me dejaron solo.
Me compré un paquete de patatas fritas y un bollo de pan…
Serían las ocho de la tarde cuando llegué al albergue de Arca.
El albergue está en una curva de la carretera; hay que bajar un terraplén de unos cinco metros. El edificio es simplemente un nave larga, con camas alrededor.
Me presenté en el albergue para que me dieran una cama; no quise enseñar la orden del médico del Clinico, a fin de no tener favoritismos. Me dijeron:
- Coja Ud. una cama, la que quiera, siempre que esté vacía…
Cogí una, y, como siempre, cogí la de abajo…
Me fui al lavadero para lavarme la ropa que llevaba sucia. El lavadero del albergue era una alberca con lavaderos de piedra. La alberca tenía un techo, por si llovía. Tenía un tendedero, así que tendí la poca ropa que lavé.
Cogí las patatas fritas que me habían quedado y un poco de pan, y me fui para que me escribiesen en mi librito.
Era una mujer de unos cuarenta años. Le dije que me escribiera; me dijo que no sabía escribir; yo le dije que no se preocupara. Me dijo envalentonándose:
- Déme, que le voy a poner algo…
Le di el libro y me escribió: “Le deseo un buen camino”. Me selló el Compostelano. Después vino la hija de la Hospitalera, y ella sí me escribió unas palabras muy bonitas: “Querido peregrino; queremos darte un saludo y aplausos por tu esfuerzo titánico al venir a Santiago a celebrar un año santo. Lo firma Celia”.
Me fui a dormir. Serían las cuatro de la mañana, cuando la cama se mueve. Me despierto; eran unos peregrinos que acababan de llegar y estaban acostándose.
Uno se acostó en la cama de arriba de la litera, pero expelía un olor tan fuerte y desagradable, como si nunca se hubiera lavado, un olor fuerte y penetrante que yo no fui capaz de soportar. Así que me levanté, cogí mi saco y me fui a la otra punta del albergue, donde no llegara el desagradable olor. No le vi la cara al que olía a “podrido”, ¡ni falta que hacía…!
Me acosté, de nuevo, en el suelo. Apenas pude dormir.
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