ENTRA VISITALO!!!

CAPITULO 35 TRIGÉSIMO QUINTA ETAPA

De Melide a… El Hospital

Me desperté a las ocho treinta; ya no quedaba ningún peregrino en el dormitorio del albergue. Intento levantarme a prisa, pero, ¡horror!, no puedo, ¡tengo las dos piernas dormidas! ¡Ya me parecía a mí que eso no podía durar…!
Miro para todas partes; me incorporo lo que puedo por si veía a alguien por allí… ¡nadie!
Pruebo a pegarme un pellizco en las piernas, y tampoco me lo siento…
Ahora, ya estoy asustado, y de qué manera… ¡casi me da un ataque de histeria.
Me sobrepongo un poco. Pienso: “Dios mío, ¿qué me pasa? ¿
Me pongo a gritar como un desesperado…, ¡es que realmente estaba desesperado…!
- Oiga, oiga, ¡socorro! ¡Que alguien me ayude! ¿Es que no me oye nadie? Por favor, ayúdenme. Socorro.
Al parecer, nadie me escuchaba; yo gritaba más fuerte…
Al cabo de media hora de estar gritando, alguien se acercó, corriendo, y oigo una voz de mujer, que dice:
- A ver, ¿qué pasa? Yo estoy limpiando las duchas de abajo y he oído voces. ¿Qué pasa?
Yo grito, angustiado:
- No puedo levantarme; no me siento las piernas. Por favor, ayúdenme…
La señora, subiendo las escaleras, pregunta:
- ¿Quién es y qué ocurre?
Yo grito más fuerte:
- Que no puedo levantarme; que no me siento las piernas; necesito ayuda…
Una señora de unos cincuenta años viene corriendo, y me pregunta:
- ¿Qué le pasa?
- Mire, señora – respondí yo agitado y asustado; - que no me responden las piernas, no puedo moverlas, ni me las siento…
- ¡Vaya por Dios! – exclamó la señora, apesadumbrada. – No se mueva, que ahora mismo voy a por mi hijo…
Se puso a llamara a voces a su hijo, cuyo nombre no se entendía, porque lo llamaba en gallego cerrado…
Al momento vino corriendo un señor de unos treinta años, y detrás, otro. Me preguntaban todos:
- ¿Qué le pasa, hombre?
Yo respondía muy nervioso siempre lo mismo.
- Que no me siento las piernas, que no puedo moverlas…
Me agarraron y me sentaron. Uno me echó un líquido por las piernas; yo “sentí” el líquido, lo noté. Se puso a darme un masaje con el líquido. Yo notaba como un hormigueo por las piernas, como si fueran de corcho. Dijo el que me dio el masaje:
- Vamos a dejarlo un rato, a ver si se le pasa…
Al cabo de una media hora, volvieron a preguntar:
- Qué, ¿no se le pasa?
- No – respondí yo; - y me duelo bastante la cabeza, ¿no tenéis una pastilla para el dolor de cabeza?
- No – respondió uno de ellos; - ese dolor no se cura con una pastilla;
Eso tiene que verlo el médico…
Y dirigiéndose al otro muchacho, le ordenó:
- Saca el coche, y vamos al médico.
En un par de minutos, estaba el coche preparado, en la puerta del albergue. Me dijeron:
- Rafael; vamos a llevarle a un médico de aquí, de Melide; él dirá lo que haya que hacer…
Me subieron en el coche, y, de momento, llegamos a casa del médico; no sé si es que estaba muy cerca, o es que habían ido muy deprisa…
No esperamos nada; entré en la consulta con los dos muchachos; me tendieron en una camilla; me tomaron la tensión… Me la volvieron a tomar. Yo oía decir a la señorita: “no, no está roto el fonendoscopio…” El médico decía: “tómasela otra vez…”
Me dieron una pastilla y me la pusieron debajo de la lengua. El médico de Melide me escribió también en mi libro; decía: “Mi primer paciente al que le he tomado la T/A, 24/14, más alta”.
Me dijo el hombre, un poco intranquilo:
- Si no le baja la tensión, tenemos que llevarlo a Santiago, que lo observen, y, si es necesario, que lo ingresen…
El hombre no hacía más que dar paseíto; estaba nervioso. Repetía:
- Esta tensión no es normal; yo nunca he visto una tensión tan alta…
Me llevaron de nuevo al albergue, me pusieron un sillón para que pudiera estar más cómodo, sentado. A cada momento, me preguntaban cómo me encontraba; yo respondía que “un poquito mejor” (lo que se dice siempre, aunque no sea verdad).
Llamó el médico por teléfono preguntando si seguía el dolor de cabeza. Yo le dije que sí, que me seguía doliendo, algo menos, pero me dolía…
Me dieron unas pastillas, que se llamaban “dogmatil 50, y me pusieron una inyección de Diazoan-Prodes 5 mg.
Me dijeron:
- No se preocupe, que ya mismo está aquí la ambulancia, y lo llevamos al Universitario de Santiago; verá como no es nada…
Yo sí estaba preocupado…, y mucho. ¡Estaba asustado! Solo, en un Hospital tan grande…
Yo me decía: “Más fuerte que esto, ya no me puede pasar nada. Santiago bendito, ¿todo me va a pasar a mí? ¡Reparte la mala suerte entre todos los peregrinos, no me la des a mí solo; deja algo para otros…!
Al momento llegó la ambulancia. Me subieron a la ambulancia en una camilla. El público se agrupaba en la puerta del albergue.
Me dijeron:.
- Siéntese. ¿Cómo se llama?
Yo respondí automáticamente:
- Rafael.
- Bien, Rafael, le digo que se siente, porque, sentado, va mejor que tendido. ¿Esta ya? Pues, ¡hala, vámonos!
No os podéis hacer una idea de cómo iba la ambulancia: ¡a toda pastilla!, y la sirena atronando todo el camino; la gente se volvía para mirar la ambulancia…
Yo me acordaba de todos los santos, que me habían ayudado tanto en este camino tan duro para mí… ¡Dios mío, ayúdame un poquito más, seguramente será lo último que te pida. Sí, ya sé que no me lo merezco…, o quizás… sí; después de todo lo que he pasado hasta llegar aquí…, ya que estoy en las mismas puertas…, algo habré hecho bien…; échame una manita…! Tú eres el que mejor sabe lo que he pasado por hacer el camino..., cuántas veces me he puesto malo…, cuánta hambre he pasado…, y a Ti, Dios mío, nunca te he pedido nada… Esta vez, sí te lo pido: si Tú no quieres que yo termine este peregrinaje…, en tus manos está; yo confío en Ti, ¡que se haga tu voluntad!
Me quedé más tranquilo que un tronco…
Me dirijo a los chicos de la ambulancia y les digo jovialmente:
- Chicos; haced el favor de escribirme en el Compostelano, para que quede constancia siempre de todo aquel que me ayuda, porque muchas veces se me olvida…
Les doy mi libro y me escriben los dos de la ambulancia del 061, de Melide. J.L. Reina y Ramón lo firman.
Yo seguía escuchando el sonido de la sirena. De vez en cuando, me miraban y me decían:
- ¡No se preocupe! Ya mismo estamos en Santiago…
Me preguntaron de dónde era; cuando les dije que era de Córdoba, me dijeron, alegres, que ellos conocían el Hospital Reina Sofía, de Córdoba.
Ramón, me dijo:
- Rafael; sigue hablándonos; si tú nos hablas, nosotros vamos más tranquilos… ¿Cuántos hijos tienes?
Yo respondí con toda naturalidad:
- Siete.
Se sorprendieron, y me preguntaron:
- ¿Siete? ¿Y ninguno te acompaña?
Yo respondí con suficiencia:
- No, qué va; yo estoy haciendo el camino solo…
Me miraron con ojos de respeto, y me dijeron:
- ¡Eres muy valiente!
Yo respondí evasivo:
- Si yo les contara…, ¡no parecería tan valiente…
Se rieron, miraron el camino, y me advirtieron:
- Estamos llegando…
Habíamos tardado como unos veinte minutos. Nos estaban esperando en la puerta de entrada de Urgencias, con una camilla; me suben a la camilla y me dan una bolsa de plástico, como las bolsas de basura. Me dicen:
- Desnúdese u meta la ropa suya en la bolsa…
- ¿Me desnudo del todo? – pregunté yo, sorprendido.
- Sí, sí, te quedas como viniste al mundo…
Una señorita que estaba con ellos, al ver mi gesto de pudor, me sonrió y me dijo más dulcemente:
- Se queda en pelotas vivas, y se tapa con la sábana;
- Cuando termine de desvestirse, me llama.
Me desnudé, guardé mi ropa en la bolsa de plástico, me metí en la camilla, y llamé a la señorita…
Cuando vino la señorita, me tomó los datos, nombre, procedencia, qué me había pasado…
La ficha con mis datos la pusieron en la cama; me llevaron a una galería, y me pusieron en fila detrás de otra camilla con otro hombre; delante de éste, había una señora… Al poco rato, pusieron otro hombre detrás de mí…
El hombre que estaba en la camilla delante de mí, se volvió hacia mí y me dijo:
- ¿Sabe Ud. por qué nos quitan la ropa? ¡Para que nos quedemos quietos en la camilla y no andemos enredando de acá para allá…!
Yo le pregunté:
- ¿Y nos dejan solos?
Una voz de detrás de mí, de mujer, afirmó categórica:
- ¡No están solos! Estamos nosotras con los enfermos… Cada enfermo tiene un celador…
Era una enfermera joven y bien parecida…
Al hombre que estaba delante de mí, se lo llevaron de momento.
La enfermera que estaba conmigo, me advirtió:
- Rafael; detrás de ese hombre va Ud.
Al momento, me llevaron a una habitación; había dos médicos y dos señoritas; creo que eran doctoras también…
Me sacaron sangre, me hicieron mil preguntas, mientras esperaban el resultado de los análisis de sangre. Luego, me llevaron a hacerme un TAC. La habitación donde estaba la máquina párale TAC, estaba bastante distante de la consulta, por lo que tardamos bastante en llegar. Yo, en vista de lo que tardábamos, bromeé con la señorita que me llevaba:
- Señorita; ¿no estará Ud. enseñándome el Hospital?
Rió por la broma y me dijo divertida:
- ¡Cómo se nota que eres andaluz!
Cuando llegamos a la habitación, la máquina era enorme, de color blanco…
Me tendieron en una cinta, como una cinta transportadora…, como las que tienen los aparatos esos de gimnasia que son para correr… Al final, tenía como un disco, enorme también. Yo pasaba por ese disco según me iba transportando la cinta.
El médico que manejaba la máquina, al ver mi cara sorprendida, me dijo:
- Rafael; le voy a explicar cómo funciona esta máquina.
Yo estaba extrañado. El médico continuó:
- Rafael; ¿has visto alguna vez cómo se parte un salchichón en rodajas…?
- ¡Claro! Yo mismo las he partido muchas veces… - respondí yo
- Bueno – explicó el médico; - eso mismo es lo que yo estoy haciendo ahora mismo contigo…
Yo me reía de la comparación…
- No te rías, Rafael – me aclaró el médico; - que si te ríes, salen unas rodajas más grandes que otras.
Serían las ocho de la tarde cuando me llevaron de nuevo a la consulta. Me dijo la señorita que me llevaba:
- El médico que le está viendo es paisano suyo; es de Huelva…
- ¿Ese médico es el que le dijo que me enseñara el Hospital…? - Bromeé yo
- Déjese de bromas, hombre – terminó ella.
Estuvimos esperando bastante rato; por fin, entraron dos médicos y dos señoritas, que, repito, creo que eran también médicos.
La celadora me dijo con voz queda:
- Ése no es el andaluz; ése es otro médico.
Después de estar mucho rato mirando los papeles que yo llevaba en una carpeta que me habían dado, y de hablar entre ellos, dijo uno de ellos mirándome a mí:
- Rafael; lo suyo ha sido una falsa alarma. Ha tenido un cuadro de subida de tensión, debido al agotamiento y al esfuerzo físico continuado. Puede estar contento de haber llegado a Santiago entero…
La doctora me dijo:
- Su lesión cardiaca tiene que vigilarla, y estar muy pendiente de su tensión…
Me dio un volante con copia de color verde y otra de color amarillo. En la hoja principal se podían leer: “en la cabecera, mis datos; a continuación Motivo de la consulta: control TA; antecedentes personales. RAM. En tto. Con Dogmatil por Vértigo Perfil Hemorragia bílica. Enfermedad actual: acude para control TA en tratamiento con Adalat retard. Exploración: T.B. a las 18,45 200/110nnhb. Se administra Adalat v.o. y Diatepan 5 Tvas 30. TA. 260/90. Impresión Diagnostica. Crisis HTA. Contiene su tratamiento, pero no se puede leer, porque está escrito con letra médica, y tampoco se puede leer el número de colegiado. Firmado 15-4617035”.
En la página de color verde también está escrito a bolígrafo.
Cuando terminaron los médicos de hablar, me mira la doctora: ¡ se me caían dos lágrimas…! Me dice el médico:
- ¡Su camino ha terminado! Vamos a firmarle su Compostelano…
Yo no podía hablar; yo sólo podía llorar…
La doctora me dice:
- ¡Un hombre tan fuerte como Ud.!, ¿va a llorar ahora que ha terminado de hacer el camino?
Yo, apenado, hundido…, exclamé:
- Es que yo quería terminarlo en Santiago, no aquí en el Clínico… Tendré que volver otra vez para hacer el camino desde Melide a Santiago…
El doctor estaba asombrado, yo le notaba compungido; me dijo, con la voz quebrada por la emoción:
- Rafael; ¿Me da Ud. su palabra de que si lo lleva la ambulancia a donde se puso malo, va Ud. a seguir haciendo su camino, pero me tiene que dar su palabra de que no va a hacer ningún esfuerzo, y así poder terminar su peregrinaje, como Ud. quería?
A mí se me iluminó la cara; dejé de llorar; parecía un hombre nuevo. ¡Qué no verían en mi cara, que las dos doctoras ¡estaban llorando!! Yo casi abracé al médico, y le prometí:
- Desde luego que sí, doctor; me cuidaré, no haré ningún esfuerzo; estoy vislumbrando lo que me juego y no voy a arriesgarme. Pero, es que dejar ahora el camino, ahora que estoy en la puerta, como quien dice, ¡eso es muy fuerte! Gracias, doctor; me cuidaré, se lo prometo.
El doctor extiende una orden para que me acojan en todos los albergues en los que fuera a pernoctar. La orden decía así:

“Al Centro de Salud de Melide. Necesita alojamiento en el albergue por presentar un cuadro de hipertensión (reposo en cama). Lo firma el Doctor, ilegible y la fecha: 31.7.99”.
Salen los cuatro médicos, y yo detrás, con la cara alegre, hacia la ambulancia. Me dice el médico, antes de de alejarse:
- No haga ningún esfuerzo, cordobés.
Yo le contesto, muy afable:
- Descuide; no se preocupe, que no haré ningún esfuerzo…, y muchas gracias otra vez…
El médico se acercó, me dio la mano; yo se la estreché; también al otro médico, y, cuando iba a darle también la mano a las doctoras, se me acercaron y me dieron un par de besos, mientras me decían:
- Adiós, peregrino…
- Adiós, Rafael..
- Adiós, doctoras…, y gracias – logré balbucir.
Aquello me “había llegado”. ¡Estaba emocionado! Murmuré para mis adentros: “Algún día, alguien se lo pagará desde el cielo…”
La ambulancia volvía tranquila, ahora sin tocar la sirena. Entre nosotros, los chicos de la ambulancia y yo, la conversación era muy fluida y amena; se había acabado la tensión, y la conversación discurría por cauces distendidos…
Serían las nueve y media cuando llegamos a Melide. En el albergue me hicieron mil preguntas… Les enseñé la orden del médico para pernoctar y descansar en el albergue. Me dieron una habitación con una cama con colchón y sábanas.
Salí del albergue para comer algo. Como todavía no podía andar apenas, me fui a un bar, cerca del albergue, que tenía el comedor en su segunda planta, toda de madera. Parecía una cafetería. Pedí una poquita de sopa y una tortilla francesa. Me lo comí con apetito, y me sentó bien lo calentito de la sopa.
Al salir estuve visitando un mercadillo en la calle; vi más de veinte clases de quesos. Di una vueltecita, despacio, y volví al albergue, que estaba muy cerca.
Me quedé hablando con la señora y los hijos que me habían atendido por la mañana; me repetían el susto que les había hecho pasar… No me quisieron decir nada del peregrino que murió en ese albergue; en el patio había una lápida de él. Yo me puse a leerla; ellos me dijeron:
- Rafael; mañana la termina de leer; ande, vámonos…
Yo tampoco quise insistir.
Subí a mi habitación, a preparar mis cosas para mañana dirigirme a Arzúa.
Me metí en la cama, y me puse a pensar en todo lo que me había pasado en el día… ¡Esta vez sí creo saber quién me ayudó…: EL PROPIO APÓSTOL SANTIAGO!
No podía dormir; me salí al patio para leer la lápida de mármol del peregrino fallecido en aquel albergue. Me fumé un cigarrillo; ¡no tuve valor de leer la lápida. Volví, otra vez, a mi cuarto, me metí en la cama, e intenté dormir…

CAPILLA DE SAN ROQUE PATRON MELIDE

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