ETAPAS
(5ª parte: Sarria – SANTIAGO DE COMPOSTELA)
Como siempre, salgo del albergue cuando despunta el sol; si no soy el primero, sí soy de los primeros.. .
Salgo de Sarria con destino a Portomarín. Cuando salgo, veo un indicador de la dirección hacia la derecha. Era una calle en pendiente hacia arriba. Subo por esa calle. Paso por una Iglesia, muy antigua, rodeada de plantas salvajes. A continuación, la casa de un político; después, un palacio. Cuando terminé de subir la pendiente, me encontré con el Ayuntamiento. Le doy la vuelta a una plaza; veo la entrada del cementerio; allí había unos pinos centenarios, majestuosos, que invitaban a la tranquilidad. A continuación, otra Iglesia; las piedras esculpían grietas por la antigüedad. A continuación, veo un hospital, rodeado de arboleda salvaje…
Así iba viendo todo Sarria. De pronto, despue´s de hora y media andando, me encuentro, de nuevo, con el cartel indicador de Portomarín… ¡Había estado dando la vuelta completa al pueblo…!
Me senté en los indicadores, y, cuando venían los peregrinos, les contaba lo que me había pasado.
Unos murcianos me dijeron:
- Rafael, qué cosas le pasan a Ud…
La mujer le da con el codo en el antebrazo al que había hablado y le dice:
- Cállate, que si no está aquí Rafael, nos pasa a nosotros lo mismo…
Yo urgué un poco, para entablar conversación:
- Hombre, a Uds. también les pasan cosas…
Responde la señora:
- Si les contáramos las cosas que nos pasan..
- Cuente, cuente – dije yo interesado.
La señora se dispuso a contarme la anécdota:
- Nos quedamos sin dineros, así que vamos a la Caja Rural, a sacar dinero, y, por lo visto, habíamos perdido la cartilla. Tuvimos que llamar a Murcia para que mi padre nos mandara dineros, Perdimos dos días de caminar…
Yo la interrumpí:
- ¿Desde Murcia venís andando?
- No – intervino el marido; - empezamos en Astorga.
Y, dirigiéndose a su mujer, le dijo:
- Bueno, sigue, termina la historia, cuéntale el final, que es lo mejor…
- ¿Qué le cuente el final? ¡La cartilla no la habíamos perdido! ¡Este
”Juan cojones” la tenía en el bolsillo trasero del pantalón y no se
había dado ni cuenta.
Nos reímos con ganas. Ellos se marcharon, pues tenían un paso más rápido que el mío.
El camino era precioso; pasamos por unos huertos que tenían un sinfín de veredas. Nos metíamos por medio de los surcos del sembrado…
Yo le pregunté al hortelano:
- ¿Podemos pasar por aquí?
El hortelano nos miró con aprensión, y respondió:
- ¡Hombre! Si le digo que no, tiene que dar una vuelta tremenda. Así que pueden Uds. pasar, pero, por favor no me piséis las plantas…
Cuando salimos de los huertos, había unos árboles enormes, y empezamos a subir una pendiente que no era una pendiente, ¡era la madre de todas las pendientes! Muchos subíamos apoyando también las manos, a gatas, vamos, para no escurrirnos. Mirábamos para arriba y no se veía nada más que la vereda cuesta arriba. Cuando nos cansábamos, nos parábamos a descansar.
Una de estas veces, miro hacia abajo y veo venir un colegio de niños y niñas. Al momento, pasaban los niños y niños cantando… Detrás, venían los profesores. Uno de los profesores se sentó a mi lado, a descansar un momento; el hombre me dijo:
- Esta gente menuda me va a matar; ¡’no se cansa nunca!
El profesor dijo a los niños en voz alta, para que yo me enterara:
- ¡Niños! ¿Sabéis quién hizo estas veredas cuesta arriba?
Los niños respondieron casi al unísono:
- ¡Los Celtas!
El profesor me explicó a mí esta historia:
- Los Celtas, que fueron los primeros pobladores de Galicia, tenían una costumbre, cuando menos sorprendente: dejaban a las burras y mulas preñadas sin beber agua. Luego ellos llevaban agua a lo alto del cerro y echaban agua en unos barreños; soltaban las burras y mulas, y estas, oliendo el agua arriba, subían a beber. ¡Por donde subían las mulas, iban señalando el camino mejor para subir, y todo el mundo subía por fueron las mulas; así se formaron las veredas!
- ¿Eso que ha contado Ud. es verdad? – pregunté yo realmente interesado.
- Así lo cuentan los historiadores – apostilló el hombre. – Y esas técnicas las implantaron también los romanos…
El profesor continuó su camino, y yo aprendí algo nuevo ese día.
El paisaje que se veía era impresionante. Pero, ¡bueno, estamos a mitad de la madre de las cuesta, subiendo a gatas…!
Me gustaría que el lector cerrara los ojos y se situara en la “dichosa” cuesta. En mitad de la vereda. Si vas por la vereda, vas mejor, pero andas mucho más. Si optas por ir a gatas, acortas terreno, pero te cansas más… Yo he visto a algunas personas mayores, sentarse en mitad de la cuesta, y no querer, ni subir, ni bajar.
¡Mira que yo he subido puertos y cuestas! ¡Yo no volvería a subir “eso” nunca más, en toda mi vida!
Termino, por fin, de subir la “cuestecita” de las “narices”. Preguntamos, anhelantes, si había más cuestas; nos dijeron que no. Dimos gracias a Dios.
Continuamos camino, comentando la etapa de Sarria. Vemos un pueblo. Nos paramos. Vamos al albergue.
El pueblo es chiquito; se llama Barbadelo. El albergue es una casa rural.
En el puente de Barbadelo, yo dije:
- ¿Quién quiere escribir en mi libro?
Me quitaron el libro de las manos; todo el mundo quería escribir. Uno tras otro, se lo fueron pasando, hasta que, todos los que venían conmigo, terminaron de escribir.
Pusieron cosas tan bonitas que a mí me da vergüenza comentarlas. De todas formas, al final del libro, quiero decir, de este relato, puede, el que quiera, leer todos los escritos, tanto de este grupo, como de todas las personas que han querido compartir conmigo sus buenos deseos…
Desde ese momento, noté un cambio en sus actitudes; me trataban con más cariño, como con más respeto… Ya conocían mis correrías, porque yo las había tenido que contar muchas veces…, lo de Santa Teresa, lo de Los Trinitarios…, y yo creo que lo que más les influyó en su actitud fue saber que venía desde Córdoba, andando, sin dineros, o sea, pidiendo comida, y, todo esto, con cerca de setenta años…
Todo el mundo se ponía a mi lado invitándome por si quería algo…
Un grupo de valencianos, que se juntaron con nosotros, me dijeron:
- Rafael; Ud. ya no tiene que pedir más para comer; Ud. será uno más del grupo… Vamos hasta Portomarín. Acompáñenos, y así vamos juntos…
Por un momento sentí lo que es la fama; todo el mundo me conocía y me querían; se interesaban por mi; a cada instante se acercaba alguien por si necesitaba algo…
Al cabo de un rato, le dije a uno de los valencianos:
- Mira, no me vendría mal un par de cigarros o tres para el camino.
Me dijo:
- Espérate.
Al cabo de un momento volvió con dos paquetes de ducados y otros dos paquetes de fortuna. Yo lo agradecí profundamente. Pensaba para mí: “Si me hubieran visto en Salamanca, muy malo,, sin dineros, sucio y “cagado”, sentado en la calle, la gente pasando por mi lado y nadie se conmovía ni me socorría…, y cómo me veo ahora…, siendo el mismo…”
Nos pusimos a caminar. El grupo de valencianos serían unos treinta. Yo me iba rezagando, me quedaba el último… Cuando pasaba un rato, y no me veían, mandaban a alguien para que viniera conmigo. Yo les dije, ya en serio:
- Mirad; yo voy a mi paso, que es más lento que el vuestro; yo no quiero que sigáis a mi paso, ni yo puedo seguir el vuestro. Seguid vosotros, ya nos encontraremos en Portomarín.
Le comunicaron esto al Jefe de los valencianos. Los reunió y dijo:
- Ya sabéis lo que pasa con Rafael; él va más lento que nosotros; él dice que sigamos nosotros que en Portomarín nos encontraremos. Yo hago una propuesta: los que quieran seguir a paso más rápido hasta llegar a Portomarín, que se pongan a este lado; los que prefieran ir al paso de Rafael, que se pasen a este otro lado; así sabremos los que se marchan delante y los que se quedan, para estar todos controlados…
Mi sorpresa fue que todos se colocaron en el lugar para ir conmigo a mi paso. Todos se quedaron conmigo…
Me dijo el encargado:
- Ya ves, Rafael; todos se quedan contigo; nadie quiere irse delante…
Me tuve que sentar en una piedra; ¡se me saltaron las lágrimas…! Me dijeron algunos chavales:
- Abuelo; cuando no pueda andar, nosotros lo llevamos a cuestas…
¡Esos ratos son los que justifican todo un camino! Todavía se me ponen los pelos de punta, ¡como escarpias!, todavía…
El ambiente, ya lo podéis imaginar… ¡Eso no se puede contar! ¡Eso hay que vivirlo!
Nos disponemos a seguir camino, que era lo nuestro. Dirección: Portomarín.
Cuando llegué al albergue, ya tenía mi cama reservada, por los valencianos, claro. Yo no tenía que preocuparme de la comida; me tenían también mi comida guardada. También los dos matrimonios madrileños me tenían comida guardada.
No os quiero contar cómo llegábamos de cansados al albergue… Las colas para las duchas eran enormes. Así, las familias se duchaban por sexos: la madre con sus hijas; el padre con los hijos…
Cuando terminábamos de ducharnos, ¡ no os quiero contar cómo estaba el suelo de las duchas…! Te encontrabas cuatro o cinco toallas tiradas en el suelo, botes de espuma de afeitar (tenías todos los botes que querías; se afeitaban y se les olvidaba, con las prisas, recogerlo; colonia no había, porque se lo habían dejado olvidado en otros albergues…, algunos botes de plástico, algún que otro pulverizador de colonia…
Yo era de los últimos que entraba a ducharme; no quería prisas; pero, también era de los primeros que entraba por las mañanas, ya que yo salía, casi siempre, al despuntar el sol. Por eso digo: si habéis visto un cuarto de baño por la noche, después de las duchas, por la mañana, ¡no lo conocéis! Todo totalmente limpio, todo recogido, los botes ordenados, las maquinillas de afeitar, usadas y sin estrenar, ordenadas; cada cual podía reconocer sus objetos y recogerlos.
Ya sé que me repito, pero lo vuelvo a decir: estas cosas no son para contarlas; son para vivirlas. Por muy bien que yo quiera contarlas, jamás conseguiría infundirles la “vida” que ellas comunican…
A propósito, voy a contar una pequeña anécdota, simple y aleccionadora, que sólo vi en este albergue de Portomarín. El dormitorio estaba en una primera planta, y, para entrar en él, había una larga galería, que terminaba en la puerta del dormitorio. Pues, bien; todo el mundo tenía que quitarse las botas en la galería y dejarlas pegadas a la pared, bien puestas. Así, pues, teníamos que entrar en el dormitorio descalzos.
Yo no pregunté; sino que me quité las botas y las coloqué ordenadamente en la hilera de las demás, y me entré en el dormitorio, busqué mi cama, y me dispuse a dormir.
Los matrimonios de Madrid me llamaron y me preguntaron si había comido. Me habían buscado para cenar, y no me encontraron. Les conté lo que me había ocurrido.
Vinieron tres o cuatro niños de los vimos por la mañana, los que me adelantaron subiendo la “cuestecita”. Me dijeron:
- ¿Ud. es el cordobés? Don Ricardo nos ha mandado, para que se venga con nosotros un momento, que le van a preguntar unas cosas…
- ¿Quién es Don Ricardo? – indagué yo, aunque ya lo suponía.
- Es el Director del Instituto – respondieron ellos como si fuese algo obvio que todo el mundo debiera conocer.
Me fui con ellos a donde estaba Don Ricardo y varios profesores más con los niños.
Me dijeron que les habían contado que yo estaba haciendo el camino solo y sin dineros, desde Córdoba. Que me invitaban a comer, que supiera que podía contar con ellos para comer…
Me emocioné, ¡otra vez! ¡Estas emociones justifican por sí solas todo el camino! Repito: ¡eso hay que vivirlo…!
Yo se lo agradecí profundamente, casi con lágrimas que la emoción hacía aflorar a mis ojos, aunque yo me las limpiaba disimuladamente… A continuación les conté los ofrecimientos que tenía… ¡Comida no me habría de faltar! Les conté la emoción que yo sentía de saberme ayudado por todos, y lo agradecido que yo les estaba.
Comí algo con ellos. Me insistieron varias veces en que, en Palas de Rey, si quería, que me fuera también a comer con ellos…
Me preguntaban; yo les contaba anécdotas de mi camino. A mi alrededor había un “corrillo” de niños, y no tan niños, escuchando ávidamente mis correrías. Así pasó la tarde. Insistieron mucho en que me habían buscado, pero que no me encontraron.
Yo sentía lo que sienten los famosos…
Me sellaron mi librito en la Iglesia de San Juan, el Párroco, también me escribió unas letras Irma Vázquez. También me escribieron y sellaron en el albergue. Bueno, todo el mundo quería escribir en mi librito.
Aquella noche, me costó trabajo dormirme; seguramente, había comido demasiado, ya que estaba acostumbrado a no comer…




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